sábado, 14 de marzo de 2009

El Faro del Fin del Mundo (Le phare du bout du monde)
Publicada en 1905 (año de la muerte de el autor) en "La Tienda Educación y Recreación" (Magasin d’Éducation et de Récréation). Es una de las novelas mas cortas escritas por el francés Julio Verne. La historia comienza con la finalizacion del "Faro de Elgor" (isla situada en el sur de Argentina). El capitán Lafayate (encargado de la construccion del faro) deja a cargo a tres fareros (Vasquez, Felipe y Moriz), para que cuiden el faro durante tres meses; hasta que lleguen los relevos mientras ellos regresaban a la parte superior de Argentina en el "Santa fe".

A los tres fareros les va bien durante la historia, pero llega un momento en el que la historia se desvía un poco del tema y empiezan a hablar sobre la historia de un grupo de ladrones y asesinos que escaparon desde las cárceles de chile (comandados por Kongre un asesino sumamente peligroso y carcante el ladrón mas terrible de todos) para llegar hasta "La isla de Elgor". Se escondieron en cuanto supieron que iban a construir un faro.

Pero pasadas tres semanas de la finalizacion del faro, la banda de expresidiarios se acerco al faro con una embarcación que habían robado; los fareros al pensar que ara una embarcación amiga empezaron a hacer los preparativos para la embarcación. bajaron Felipe y Moriz, mientras que Vasquez se quedaba adentro del faro par vigilar. Pero grande fue la sorpresa de Vasquez, al ver como es que de la embarcación salia una banda de malechores y aun mas grande fue su sorpresa, al ver como es que sacaron armas y asesinaron a sus dos compañeros .Vasquez al ver esto cogio todas las provisiones que pudo y se escapo sin que lo vieran los piratas.
Encontró una cueva a poca distancia del faro (para estar vigilandolo), Vasquez estaba muy preocupado por el hecho de que los barcos llegarían y al no ve el faro se estrellarían en la costa. y así fue, un tiempo después se aparecio un barco, Vasquez desesperado cogio un grupo de leos secos y como pudo trato de encender una fogata y avisar al barco, pero fue muy tarde porue el barco ya se había estrellado.

Una semana después del terrible accidente, un grupo de piratas se acerca a la cueva, pero no entraron. estaban revisando las costas de la isla, Vasquez escucho un pequeña conversacion entre Kongre y Carcante en la cual mencionaban que se iban a retirar de la isla días antes de que llegara el "Santa fe", con los relevos.

Pero llego cierto dia en que naufrago un barco estadounidense ("El century Mobile") y del cual queda un solo naufrago, que después de haber sido curado de sus heridas por Vasquez, se presentaron. El hombre se llamaba Davis e hizo una alianza con Vasquez para sabotear el plan de los piratas.

Al dia siguiente trataron de sabotear la embarcación de los piratas, pero solo lograron atrasar su huida por unas horas. Pero fue lo suficientemente largo para que llegara el "Santa fe" y los piratas trataran de huir. Los dos desamparados se arriesgaron y se dejaron ver por los criminales y Davis empezó a huir mientras que Vasquez subía al faro y prendía la luz, para indicar al "Santa fe" donde tenia que embarcar. Una vez llegados los tripulantes del "Santa fe" junto con el capitán Lafayate hubicaron a los dos hombres desamparados y capturaron a todos los piratas, menos a Kongre que se dio un tiro en la cabeza y se dejo caer al mar.

A continuación un capitulo entero de la obra "El Faro del Fin del Mundo" :

"Naufragio" :

Al amanecer del siguiente día, la tempestad se desencadenó con más fuerza todavía. El mar aparecía blanco hasta su limite más lejano. En el extremo del cabo las olas espumaban a quince y veinte pies de altura. No era posible que con tan furioso temporal se pudiera entrar ni salir de la bahía. El aspecto del cielo, siempre amenazador, anunciaba que la tormenta se prolongarla algún tiempo en aquellos parajes magallánicos.

Era pues, de toda evidencia que la goleta no podría zarpar aquella mañana. Fácil es imaginar la cólera de Kongre y de su banda. Tal era la situación, de la que Vázquez se dio cuenta cuando se levantó al lucir las primeras luces del alba.

Y he aquí el espectáculo que apareció ante sus ojos:

A trescientos pasos yacía el barco náufrago, de unas quinientas toneladas. De su arboladura no quedaba más que tres troncos rotos por su base, bien fuera porque el capitán se vio precisado a hacerlo o porque se hubieran venido abajo en el choque. En la superficie del mar no había ningún resto del naufragio ; pero, bajo el formidable impulso del viento, era muy posible que esos despojos hubieran sido arrojados al fondo de la bahía de Elgor.

Si así era, Kongre debía ya saber que se había perdido un barco en los arrecifes del cabo San Juan. Vázquez debía, por lo tanto, tomar sus precauciones, y no avanzó hasta asegurarse que estaba desierta la entrada de la bahía. En pocos minutos llegó al sitio de la catástrofe. La marea estaba baja y pudo dar la vuelta al barco, leyendo en la popa: Century Mobile. Era, pues, un velero americano, teniendo por puerto de matrícula aquella capital del Estado de Alabama, al sur de la Unión, sobre el golfo de México.

El Century estaba perdido totalmente. No se veía ningún superviviente del naufragio, y en cuanto al barco, no quedaba de él más que un casco informe, que al choque habíase divido en dos. Las olas habían dispersado la carga: cajas, fardos, barricas estaban esparcidas a lo largo del cabo, sobre la playa. El casco del Century estaba en seco y Vázquez pudo examinar el interior. La devastación era completa. Las olas lo habían destruido todo. No había alma viviente, ni oficiales ni, marineros. Vázquez llamó en voz alta, sin obtener respuesta. Penetró hasta el fondo de la cala, sin encontrar ningún cadáver. O habían sido arrastrados por algún golpe de mar o se ahogaron en el momento que el Century se estrellaba contra las rocas. Vázquez volvió a la playa, se aseguró de nuevo que ni Kongre m ninguno de la banda se dirigía hacía el lugar del naufragio y luego, a pesar de la borrasca, remontó hasta la extremidad del cabo San Juan.

—¡Quién sabe —decíase Vázquez— si habrá por aquí alguno de los náufragos del Century a quien socorrer! Sus pesquisas fueron estériles.
—Tal vez —pensaba— encuentre alguna caja de conservas que asegure mi subsistencia durante dos o tres semanas.

Bien pronto dio con un barril y una caja, que el mar había lanzado más allá de los arrecifes y que tenían escrito en el exterior su contenido. La caja contenía una provisión de galletas, y el barril, carne en conserva. Era el alimento asegurado lo menos para un par de meses. Vázquez transportó primero la caja a la gruta, y después llevó rodando el barril hasta ella. Desde la punta del cabo echó de nuevo una ojeada por la bahía. No le cabía duda que Kongre estaba ya enterado del naufragio, y puesto que la Maule estaba prisionera del temporal, la banda acudiría a la entrada de la bahía para aprovecharse de los restos de la catástrofe.

Sumido estaba Vázquez en estas reflexiones, cuando llegaron a su oído angustiosos gritos, que eran como un doloroso llamamiento lanzado por una voz doliente. El torrero se lanzó en dirección de acuella voz. No había andado cincuenta pasos cuando advirtió un hombre tendido al pie de una roca. Su mano agitábase pidiendo auxilio. Vázquez acudió presuroso a prestárselo. El hombre que yacía en tan deplorable situación, representaba de treinta a treinta y cinco años, y parecía vigorosamente constituido. Vestido con traje de marinero, acostado del lado derecho, los OJOS cerrados, la respiraron anhelante, agitábanle sobresaltos. No parecía estar herido y ninguna huella de sangre manchaba su traje.

Este hombre, acaso el único superviviente del Century, no había oído aproximarse a Vázquez. Sin embargo, cuando éste apoyó la mano en su pecho, hizo un esfuerzo para incorporarse, pero volvió a caer sobre la arena; mas sus ojos se abrieron un instante y las palabras “¡socorro!, ¡socorro!” salieron de sus labios.

Vázquez arrodillado cerca de él, lo recostó con cuidado contra la roca, repitiéndole:

—¡Aquí estoy, amigo mío... Míreme usted... Yo le salvaré.

Tender la mano es lo único que pudo hacer el infeliz, que perdió enseguida el conocimiento. Era preciso, sin perder minuto, prestarle los cuidados que exigía su estado de extrema debilidad.

—Oíos hará que haya llegado a tiempo —se dijo el noble Vázquez.

Era necesario, ante todo, separarse de allí, porque de un momento a otro pudieran llegar los de la banda Kongre con el bote o la chalupa, y transportar aquel hombre a la gruta, donde estaría completamente seguro. Esto es lo que hizo Vázquez Deslizándose por entre las rocas, con el inanimado cuerpo a la espalda, Vázquez llegó a la gruta, al cabo de un cuarto de hora y deposité su carga sobre una manta, apoyándole la cabeza en un paquete de ropa. El hombre no había vuelto en si aunque respiraba. Aunque no tenía ninguna herida visible, ¿no se habría roto algún brazo o alguna pierna en un choque contra los arrecifes? Es lo que temía Vázquez que en semejante caso no hubiera sabido qué hacer. Lo palpó por todas partes, examinó el juego de sus extremidades, pareciéndole que todo el cuerpo estaba intacto.

Vázquez echó agua en una taza mezclándola con algunas gotas de aguardiente, e introdujo parte de ella por entre los labios del náufrago; luego le friccionó los brazos y el pecho, reemplazando después sus empapados vestidos por otros que había tomado en la caverna de los piratas. No le era dable hacer más. Pasados algunos minutos, tuvo la satisfacción de ver que el náufrago volvía a la vida. El hombre consiguió incorporarse a medias, y mirando a Vázquez, que le sostenía entre sus brazos, le pidió con voz débil:

—¡Agua!..., ¡agua! Vázquez le tendió la taza, preguntándole:

—¿Se siente usted mejor?

—¡Si, sí! —contestó el náufrago. Y luego, como queriendo reunir sus recuerdos, aún vagos, dijo:

—¡Aquí!..., ¿usted?... ¿Dónde de estoy? —y estrechó débilmente la mano de su salvador.

Expresábase en inglés, idioma que también hablaba Vázquez, que le respondió:

—Está usted en lugar seguro. Lo he encontrado sobre la playa, después del naufragio del Century.

—¡El Century!... SÍ, ya me acuerdo. —¿Cómo se llama usted? —¿Davis... John Davis. —¿El capitán del buque náufrago?

—No... el segundo... ¿Y los otros?

—Todos han perecido —contestó Vázquez—, todos. Usted es el único que ha escapado de la catástrofe.

—¿Todos?... —¡Todos! John Davis quedó como aterrado al saber que era el único superviviente del naufragio. Comprendió que debía la vida a aquel desconocido que con tanta solicitud le atendía.

—¡Gracias, gracias! —exclamó emocionado, en tanto que una gruesa lágrima surcaba su mejilla.

—¿Tiene usted hambre?... ¿Quiere usted comer un poco de galleta o carne? —repuso Vázquez. —NO..., no..., beber!... El agua fresca mezclada con aguardiente produjo gran bien a John Davis, pues bien pronto pudo responder a todas las preguntas.

He aquí lo que refirió en pocas palabras:
El Century, velero de tres palos, de quinientas cincuenta toneladas, del puerto de Mobile, había dejado veinte días antes la costa americana. Su tripulación se componía del capitán, Harry Steward; el segundo, John Davis, y doce hombres, comprendidos un grumete y un cocinero. Iba cargado de níquel y de objetos de pacotilla para Melbourne, Australia. Su navegación fue excelente hasta el cincuenta y cinco grado de latitud sur en el Atlántico. Sobrevino entonces la violenta borrasca que turbaba aquellos parajes desde la víspera. El Century fue sorprendido por la tempestad, y una ola enorme barrió el puente, llevándose dos marineros, a los que no se pudo salvar.

La. intención del capitán Steward había sido buscar un abrigo detrás de la Isla de los Estados, en el estrecho de Lemaire. Por la noche redobló la violencia de la borrasca. No hubo más remedio que picar los palos. En aquel momento, el capitán creía estar a más de veinte millas de tierra, y no creía ningún peligro en remontarse hasta el momento de divisar la luz del faro. Dejándolo entonces al sur, no corría riesgo de arrojarse sobre los arrecifes del cabo San Juan, y daría sin dificultad con el estrecho. El Century continuó navegando con viento de popa, y Harry Steward no dudaba que antes de una hora vería la luz del faro, puesto que sus destellos tenían un radio de diez millas.

Pero el faro no lucía aquella noche, y cuando el capitán del Century se consideraba a buena distancia de la isla, prodújose un choque espantoso, y todos se sintieron lanzado» al mar y envueltos en la resaca, sin que pudieran salvarse. Solamente el segundo de a bordo, gracias a Vázquez, había podido escapar a la muerte. Pero lo que Davis no podía comprender era en qué costa se había perdido el barco. ASÍ ES que preguntó a Vázquez:

—¿Dónde estamos?

—En la Isla de los Estados.

—¡En la Isla de los Estados! —exclamó John Davis, estupefacto de esta respuesta.

—Si, en la Isla de los Estados —repuso Vázquez—, a la entrada de la bahía de Elgor.

—Pero ¿y el faro? —¡Está apagado! John Davis, cuyo rostro expresaba la más profunda sorpresa, esperaba que Vázquez se explicase, cuando éste se levantó de pronto y escucho atentamente. Había creído oír ruidos sospechosos y quería asegurarse de si la banda rondaba por los alrededores.

Deslizándose por entre las rocas paseó la mirada por el litoral hasta la punta del cabo San Juan.
Todo estaba desierto. El huracán no había amainado. Las olas rompían con extraordinaria violencia, y nubes amenazadoras seguían amontonándose en el horizonte. El ruido que Vázquez habla oído procedía de la dislocación del Century. El destrozado casco daba vueltas, como un tonel desfondado, y concluyó por destrozarse definitivamente contra el ángulo del acantilado.
Vázquez volvió al lado de John Davis. El segundo del Century iba recobrando las fuerzas y quiso bajar a la playa, apoyado en el brazo de su compañero, que le retuvo. Entonces Davis le preguntó por qué no estaba encendido el faro. Vázquez le puso al corriente de los criminales sucesos ocurridos siete semanas antes en la bahía de Elgor.

Hasta entonces, desde el día que zarpó el “aviso” Santa Fe, el faro había lucido con regularidad, y unos cuantos barcos que pasaron a la vista de la isla habían hecho señales, que les fueron contestadas. Pero el 26 de diciembre se presentó una goleta a la entrada de la bahía. Desde la cámara de cuarto, Vázquez vio las luces de posición —pues ya había anochecido— y observó toda la maniobra. El capitán debía conocer perfectamente aquellos parajes, pues no mostró la menor vacilación. La goleta llegó cerca del faro y , echó el ancla. Entonces fue cuando Felipe y Moriz subieron a bordo para ofrecer sus servicios al capitán, y, cobardemente agredidos, perecieron, sin haber podido defenderse.

—; Desgraciados!—exclamó John Davis.

—¡Si, desgraciados compañeros míos! —repitió Vázquez, emocionado ante tan dolorosos recuerdos.

—¿Y usted, Vázquez? —preguntó John Davis.

—Yo oí desde lo alto del faro los gritos de mis camaradas y comprendí lo que había sucedido... Aquella goleta era un barco de piratas. Erramos tres torreros... No habían asesinado más que a dos, pero no se preocuparon por el tercero.

—¿Cómo pudo usted escapar? —preguntó Davis.

—Bajé rápidamente la escalera del faro y me precipité en mi cuarto, recociendo algunos efectos y unos pocos víveres, y antes que la tripulación de la coleta desembarcara corrí a refugiarme en esta parte del litoral.

—¡Miserables!... ¡Miserables!... —repetía el segundo del Century—. Y son los dueños del faro, que mantienen apagado! ¡Los causantes de la pérdida del Century, de la muerte de mi capitán y de todos los de a bordo!

—¡Sí, son los dueños! —dijo Vázquez con acento de amargura—.

Y sorprendiendo una conversación del jefe con otro de los bandidos he podido conocer sus proyectos. John Davis supo entonces cómo estos criminales, establecidos hacia años en la Isla de los Estados, atraían los barcos hacia las rocas y asesinaban a los supervivientes de los naufragios, encerrando todo el producto de sus pillajes en una caverna, hasta tanto pudieran apoderarse de un barco. Cuando empezaron los trabajos de construcción del faro, la banda se vio obligada a abandonar la bahía de Elgor y refugiarse en el cabo San Bartolomé, donde nadie podía sospechar su presencia. Concluidos los trabajos, hacia mes y medio que habían vuelto a la bahía: pero esta vez en posesión de una goleta que acababa de embarrancar en el cabo San Bartolomé, y cuya tripulación había perecido.

—¿Y cómo es que esos criminales no han zarpado ya? —preguntó Davis.

—A causa de las importantes reparaciones que han tenido que hacer en la goleta. Pero ya están completamente concluidas: yo mismo me he cerciorado, y la partida debía tener lugar esta misma mañana.

—¿Para...? —Para las islas del Pacifico, donde se creen en seguridad para continuar su criminal oficio de piratas.
—Sin embargo, la coleta no podrá salir de la bahía mientras dure este temporal.

—Seguramente, y, según el cariz del cielo, es posible que el mal tiempo se prolongue toda una semana.

—¿Y en tanto dios estén allí, el faro continuara apagado?

—Desde luego, Davis. —Entonces otros barcos corren el peligro de sufrir la misma suerte que el Century.

—Así es.

—¿Y no se podría señalar la costa a los barcos que se aproximen durante la noche?

—SÍ, tal vez se consiga encendiendo fuego en la. punta del cabo San Juan. Es lo que anoche quise hacer para advertir al Century. Intenté encender una hoguera con pedazos de madera y hierbas secas ; pero el viento soplaba con tal furia que fue vano mi intento.

—Pues bien; lo que usted no pudo conseguir, Vázquez, los dos lo conseguiremos —declaró el animoso John Davis—. Los restos de mi pobre barco, y desgraciadamente los de tantos otros, nos proporcionarán combustible en abundancia. SÍ se retrasa la salida de la goleta y continúa apagado el faro, ¡quién sabe los naufragios que todavía se producirán!...

—De todos modos —le hizo observar Vázquez—, Kongre y su banda no pueden prolongar su estancia en la bahía, y la goleta partirá en cuanto amaine el temporal y sea posible hacerse a la mar.

—¿Y por qué? —preguntó Davis.

—Porque ellos no ignoran que el relevo del servicio del faro está al llegar. —¿El relevo? —Si, en los primeros días de marzo, y estamos a dieciocho de febrero.

—¿De modo que ha de venir un barco?

—Sí, el “aviso” Santa Fe debe venir desde Buenos Aires el diez de marzo, y acaso más pronto.
John Davis tuvo el mismo pensamiento que embargaba el espíritu de Vázquez.

—¡Ahí — exclamó— ¡Quiera Dios que sea así, que estos miserables estén aún aquí cuando el Santa Fe deje caer el ancla en la bahía de Elgor.

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