miércoles, 20 de enero de 2010

Gustavo Adolfo Bécquer (España; Sevilla, 17/02/1836 - Madrid, 22/12/1870)
Nacido en Sevilla el 17 de Febrero de 1836 y fallecido en Madrid el 22 de Diciembre de 1870, Gustavo Adolfo Domínguez Bastida, mejor conocido como Gustavo Adolfo Becquer, es el maximo exponente del romanticismo español. Tanto Gustavo como su hermano, valeriano, mostraron un prodigioso talento para la pintura, oficio que su padre les lego. Desde niños, por la antigua historia familiar que tenian, los hermanos, no usaron su verdadero apellido, sino usaban el apellido Becquer, de los ancestros de parte de su padre. Los hermanos Becquer quedaron hueranos de padre, cuando Gustavo tenia solo cinco años de edad. Los hermanos siguieron oracticando la vocacion de pintores. Gustavo entro a la escuela de nautica de San Telmo cuando tenia diez años, donce recibe clases de un alumno del poeta Alberto Lista, es aqui donde Becquer descubre su pasion por la literatura y deja poco a poco la pintura. En 1847, los Becquer queda huerfano de madre, los hermanos se fueron a vivir con unos tios, los hermanos Becqeuer se hicieron mas unidos en ese tiempo. Un año despues de ser adoptados, cierran el colegio de nautica de San Telmo, dejando a Gustavo completamente desorientado y obligandolo, a su hermano tambien, a irse a vivir con su madrina, mujer tranquila, con sensibilidad literaria. En la casa de su madrina, estudio con el esposo de ella, que era un poeta, aca, Becquer trata de regresar a la pintura, pero el esposo de su madrina, al ver su talento artistico y literario. le dice: "Tú no serás nunca un buen pintor, sino mal literato". Pero a pesar de esta dura critica, lo siguio estimulando para que escribiera poesia, ademas de pagarle clases de latin.

En 1854, tiene varios intentos escribiendo, pero no tuvo mucho exito . Escribe algunos dramas con sus amigos, pero el firma su nombre bajo el pseudonimo de "Gustavo Garcia". Ese mismo año, viaja con su hermano a Toledo con el fin de inspirarse, pero sufre una gran decepcion por la bohemia que alli se presentava, cae en crisis. En 1857, descubren que tiene tuberculosis, enfermedad que le cusaria la muerte. Trabajo dentro de la direccion de bienes nacionales, pero perdio el trabajo porque su jefe lo encontro dibujando. Ese mismo año, su pesimismo fue creciendo, pero gracias a los cuidados de sus amigos, recupero su salud corporal y mental. Ademas, ese año, comienza a estudiar el arte cristiano español, que lo ayudo a publicar el primer tomo de "Historia de los Templos de España". En 1858, recayo nuevamente, durante esta nueva convalecencia, publica su primera leyenda bajo el nomber de "El Caudillo de las Manos Rojas", ademas, conoce a las hermanas Espin, Josefina y Juliana, a primera instancia, se enamora de Josefina, pero luego, descubre que realmente ama a Julia.

Becquer, con su nuevo amor, comienza a escrbiri sus primeras rimas, pero Juila estava insatisfecha, veia a Gustavo como un ser mediocre y le disgustaba mucho la vida bohemia que llevava, la relacion llego a su fin en 1860. Ese mismo año, se enamora perdidamente de Elisa Gillen, pero ella se canso muy rapido de el y lo abandona. El poeta cae en una terrible depresion. Becquer aprovecha esta depresion y publica "Cartas Literarias a una Mujer", donde explica el origen romantico e inefable de sus rimas. Un amigo le consigue un trabajo en un periodico local el que escribia cronicas, de politica y de literatura. Se enamora nuevamente y se casa con Casta Esteban en 1861. En 1862, nace su primer hijo, en ese momento, la familia vive en la casa que es propiedad de Casta, pero con lo que gana en el periodico, se compra una casa para que descanse, donde escribe la mayoria de sus obras cumbres. En 1863, tiene una nueva recaida de la cual se recupera repidamente, viaja a Sevilla, donde tiene varios trabajos junto a su hermano, pero su relacion con su esposa no era muy buena por la presencia de su hermano en su casa y las antipatias entre Valeriano y su Casta. En 1864, un viejo amigo de Gustavo le consigue trabajo como Censor de novelas, que le permite dejar su antiguo trabajo en el periodico y mudarse aMadrid, donde desempeñaria el trabajo hasta 1867, año en que nace su segundo hijo.

Sus obras mas conocidas son: "Cartas desde mi Celda", "La Cruz del Diablo", "Historia de los Templos de España", "Cartas literarias a una mujer", "El Caudillo de las Manos Rojas", "La Ajorca de Oro", El Monte de las Animas", "La Creacion", "El Rayo de Luna", "La Miserie", etc.

En 1868, recibe la terrible noticia de que su esposa tiene un amante, ademas, sus libros pierden fama y se dejan de publicar. Para huir de los problemas, viaja nuevamente hacia Toledo,solo , durante su estancia alli, nace su tercer hijo, pero causa mas problemas, porque surgen rumores de que es del amante de Casta y no de Becquer. A partir de estos rumores, la relacion entre Casta y Valeriano empeora, pero a pesar de los rumores, gustavo le sigue escribiendo a su esposa. En Septiembre de 1870, fallece su hermano, despues de ese tragico acontecimiento, Becquer recibe una oferta para que vaya a Madrid como dibujante, acepta la propuesta, pero cuando lelga a Madrid, tiene un fuerte recaida. Mientras agonizaba, Becquer le pidio a un amigo muy cercano que quemara sus cartas el decia: "serían mi deshonra", pero le pidio que publicaran sus rimas, Becquer decia al respecto: Si es posible, publicad mis versos. Tengo el presentimiento de que muerto seré más y mejor conocido que vivo". Becquer dejo de existir el 22 de Diciembre de 1870 y con sus ultimas fuerzas dijo: "Todo mortal"

Desde mi Celda (Desde mi Celda)



Queridos amigos: Heme aquí transportado de la noche a

la mañana a mi escondido valle deVeruela; heme aquí

instalado de nuevo en el oscuro rincón del cual salí por

un momento para tener el gusto de estrecharos la mano

una vez más, fumar un cigarro juntos, marchar un poco y

recordar las agradables aunque inquietas horas de mi

antigua vida. Cuando se deja una ciudad por otra,

particularmente hoy que todos los grandes centros de

población se parecen, apenas se percibe el aislamiento

en que nos encontramos, antojándosenos al ver la

dentidad de los edificios, los trajes y las costumbres, que
al volver la primera esquina vamos a hallar la casa a que
concurríamos, las personas que estimábamos, las gentes
a quienes teníamos costumbres de ver y hablar de
continuo. En el fondo de este valle, cuya melancólica
belleza impresiona profundamente, cuyo eterno silencio
agrada y sobrecoge a la vez, diríase, por el contrario,
que los montes que lo cierran como un valladar
inaccesible nos separan por completo del mundo.
Tan notable es el contraste de cuanto se ofrece a

nuestros ojos, tan vagos y perdidos quedan al
confundirse entre la multitud de nuevas ideas y

sensaciones los recuerdos de las cosas más recientes.
Ayer con vosotros en la tribuna del Congreso, en la

redacción, en el Teatro Real, en La Iberia; hoy,

sonándome aún en el oído la última frase de una

discusión ardiente, la última palabra de un artículo de

fondo, el postrer acorde de un andante, el confuso rumor

de cien conversaciones distintas, sentado a la lumbre de

un campestre hogar donde arde un tronco de carrasca

que salta y cruje antes de consumirse, saboreo en

silencio mi taza de café, único exceso que en estas

soledades me permito, sin que turbe la honda calma que

me rodea otro ruido que el del viento que gime a lo largo

de las desiertas ruinas y el agua que lame los altos muros

del monasterio o corre subterránea atravesando sus

claustros sombríos y medrosos.

Una muchacha, con su zagalejo corto y naranjado, su

corpiño oscuro, su camisa blanca y cerrada sobre la que

brillan dos gruesos hilos de cuentas rojas, sus medias

azules y sus abarcas atadas con un listón negro que

sube cruzándose caprichosamente hasta la mitad de la

pierna, va y viene cantando a media voz por la cocina,

atiza la lumbre del hogar, tapa y destapa los pucheros

donde se condimenta la futura cena y dispone el agua

hirviente, negra y amarga, que me mira beber con

asombro. A estas alturas y mientras dura el frío, la cocina

es el estrado, el gabinete y el estudio.

Cuando sopla el cierzo, cae la nieve o azota la lluvia los

vidrios del balcón de mi celda, corro a buscar la claridad

rojiza y alegre de la llama, y allí, teniendo a mis pies al

perro que se enrosca junto a la lumbre, viendo brillar en

el oscuro fondo de la cocina las mil chispas de oro con

que se abrillantan las cacerolas y los trastos de la

espetera, al reflejo del fuego, cuántas veces he

interrumpido la lectura de una escena de La tempestad

de Shakespeare, o del Caín de Byron, para oír el ruido del

agua que hierve a borbotones, coronándose de espuma y

levantando con sus penachos de vapor azul y ligero la

tapadera de metal que golpea los bordes de la vasija. Un

mes hace que falto de aquí y todo se encuentra lo mismo

que antes de marcharme. El temeroso respeto de estos

criados hacia todo lo que me pertenece no puede menos

de traerme a la imaginación las irreverentes limpiezas, los

temibles y frecuentes arreglos de cuarto de mis patronas

de Madrid. Sobre aquella tabla, cubiertos de polvo, pero

con las mismas señales y colocados en el orden en que

yo los tenía, están aún mis libros y mis papeles. Más allá

cuelga de un clavo la cartera de dibujo; en un rincón veo

la escopeta, compañera inseparable de mis filosóficas

excursiones, con la cual he andado mucho, he pensado

bastante y no he matado casi nada. Después de apurar

mi taza de café, y mientras miro danzar las llamas

violadas, rojas y amarillas a través del humo del cigarro

que se extiende ante mis ojos como una gasa azul, he

pensado un poco sobre qué escribiría a ustedes para El

Contemporáneo, ya que me he comprometido a contribuir

con una gota de agua a llenar ese océano sin fondo, ese

abismo de cuartillas que se llama un periódico, especie de

tonel que, como al de las Danaidas, siempre se le está

echando original y siempre está vacío.
Las únicas ideas que me han quedado como flotando en

la memoria y sueltas de la masa general que ha

oscurecido y embotado el cansancio del viaje, se refieren

a los detalles de éste, detalles que carecen en sí de

interés, que en otras mil ocasiones he podido estudiar,

pero que nunca, como ahora, se han ofrecido a mi

imaginación en conjunto y contrastando entre sí de un

modo tan extraordinario y patente.
los diversos medios de locomoción de que he tenido
que

servirme para llegar hasta aquí me han recordado épocas

y escenas tan distintas que algunos ligeros rasgos de lo

que de ellas recuerdo, trazados por pluma más avezada

que la mía a esta clase de estudios, bastarían a

bosquejar un curioso cuadro de costumbres.
Como por todo equipaje no llevaba más que un pequeño

saco de noche, después de haberme despedido de

ustedes llegué a la estación del ferrocarril a punto de

montar en el tren. Previo un ligero saludo de cabeza

dirigido a las pocas personas que de antemano se

encontraban en el coche y que habían de ser mis

compañeras de viaje, me acomodé en un rincón

esperando el momento de arrancar, que no debía tardar

mucho, a juzgar por la precipitación de los rezagados, el

ir y venir de los guardas de la vía y el incesante golpear

de las portezuelas. La locomotora arrojaba ardientes y

ruidosos resoplidos como un caballo de raza, impaciente

hasta ver que cae al suelo la cuerda que lo detiene en el

hipódromo. De cuando en cuando una pequeña oscilación

hacía crujir las coyunturas de acero del monstruo; por

último sonó la campana, el coche hizo un brusco

movimiento de adelante a atrás y de atrás a adelante, y

aquella especie de culebra negra y monstruosa partió

arrastrándose por el suelo a lo largo de los rails y

arrojando silbidos estridentes que resonaban de una

manera particular en el silencio de la noche. La primera

sensación que se experimenta al arrancar un tren es

siempre insoportable. Aquel confuso rechinar de ejes,

aquel crujir de vidrios estremecidos, aquel fragor de

ferretería ambulante, igual aunque en grado máximo al

que produce un simón desvencijado al rodar por una calle

mal empedrada, crispa los nervios, marea y aturde.

Verdad que en ese mismo aturdimiento hay algo de la

embriaguez de la carrera, algo de o vertiginoso que tiene

todo lo grande; pero como quiera que, aunque mezclado

con algo que place, hay mucho que incomoda, también

es cierto que hasta que pasan algunos minutos y la

continuación de las impresiones embota la sensibilidad, no

se puede decir que se pertenece uno a sí mismo por

completo.
Apenas hubimos andado algunos kilómetros y cuando

pude hacerme cargo de lo que había a mi alrededor,

empecé a pasar revista a mis compañeros de coche;

ellos, por su parte, creo que hacían algo por el estilo,

pues con más o menos disimulo todos comenzamos a

mirarnos unos a otros de los pies a la cabeza.
Como dije antes, en el coche nos encontrábamos muy

pocas personas. En el asiento que hacía frente al en que

yo me había colocado y sentado de modo que los

pliegues de su amplia y elegante falda de seda me

cubrían los pies, iba una joven como de dieciséis a

diecisiete años, la cual, a juzgar por la distinción de su

fisonomía y ese no sé qué aristrocrático que se siente y

no puede explicarse, debía pertenecer a una clase

elevada; acompañábala un aya, pues tal me pareció una

señora muy atildada y fruncida que ocupaba el asiento

inmediato y que de cuando en cuando le dirigía la palabra

en francés para preguntarle cómo se sentía, qué

necesitaba, o advertirla de qué manera estaría más

cómoda. La edad de aquella señora y el interés que se

tomaba por la joven pudieran hacer creer que era su

madre, pero a pesar de todo yo notaba en su solicitud

algo de afectado y mercenario que fue el dato que desde

luego tuve en cuenta para clasificarla.
Haciendo vis a vis con el aya francesa y medio enterrado

entre los almohadones de un rincón, como viajero

avezado a las noches de ferrocarril, estaba un inglés alto

y rubio como casi todos los ingleses, pero más que

ninguno grave, afeitado y limpio. Nada más acabado y

completo que su traje de touriste, nada más curioso que

sus mil cachivaches de viaje, todos blancos y

relucientes: aquí la manta escocesa sujeta con sus

hebillas de acero, allá el paraguas y el bastón con su

funda de vaqueta terciada al hombro la cómoda y

elegante bolsa de piel de Rusia. Cuando volví los ojos

para mirarle, el inglés, desde todo lo alto de su

deslumbradora corbata blanca, paseaba una mirada

olímpica sobre nosotros, y luego que su pupila verde,

dilatada y redonda se hubo empapado bien en los

objetos, entornó nuevamente los párpados de modo que

heridas por la luz que caía de lo alto, sus pestañas largas

y rubias se me antojaban a veces dos hilos de oro que

sujetaban por el cabo una remolacha, pues no a otra

cosa podría compararse su nariz. Formando contraste

con este seco y estirado gentleman que, una vez

entornados los ojos y bien acomodado en su rincón,

permanecía inmóvil como una esfinge de granito, en el

extremo opuesto del coche y ya poniéndose de pie, ya

agachándose para colocar una enorme sombrerera debajo

del asiento o recostándose alternativamente de un lado y

de otro, como al que aqueja un dolor agudo y de ningún

modo se encuentra bien, bullía sin cesar un señor como

de cuarenta años, saludable, mofletudo y rechoncho, el

cual señor, a lo que pude colegir por sus palabras, vivía

en un pueblo de los inmediatos a Zaragoza, de donde

nunca había salido sino a la capital de la provincia hasta

que, con ocasión de ciertos negocios propios del

ayuntamiento de que formaba parte en su país, había

estado últimamente en la corte como cosa de un mes.
Todo esto, y mucho más, se lo dijo él solo sin que nadie

se lo preguntara, porque el bueno del hombre era de lo

más expansivo con que he topado en mi vida, mostrando

tal afán por enredar conversación sobre cualquier cosa

que no perdonaba coyuntura. Primero suplicó al inglés le

hiciese el favor de colocar un cestito con dos botellas en

la bolsa del coche que tenía más próxima; el inglés

entreabrió los ojos, alargó una mano, y lo hizo sin

contestar una sola palabra a las expresivas frases con

que le agradeciera el obsequio. De seguida se dirigió a la

joven para preguntarle si la señora que la acompañaba

era su mamá. La joven le contestó que no, con una

desdeñosa sobriedad.

martes, 19 de enero de 2010

La Cruz Del Diablo (La Cruz del Diablo)


"Hace mucho tiempo atrás existió un grupo de moros que se apoderó de un pueblo. El líder de este grupo era un tipo desgraciado y temido por la gente del lugar.
Cierto día decide partir junto con varias de sus tropas de moros en una campaña por todo el territorio en busca de cristianos para matar, a modo de diversión, pues se había aburrido de aquel lugar.
El caso es que el tiempo pasó y el rey de los moros no volvió.
La gente del lugar recobró la fe y reconstruyó por fin una sociedad. Llegaron los misioneros y fundaron una Iglesia. Todos recobraron la alegría, trabajaban y vivían en paz.
Pasaron 3 años... y el tirano volvió.
Volvió montando su caballo, acompañado por varios moros; todos ellos con el cuerpo ensangrentado y lleno de tierra, como si vinieran de sobrevivir a una de las más terribles batallas. El rey, al ver todo cambiado, al ver que inclusive habían fundado un Iglesia y se había impuesto el cristianismo, estalló de ira.

Pero la gente al ver que su tirano había vuelto decide atacarle en sus dominios y acabar por fin con semejante hombre.
Fue una terrible batalla. Se dijo que el rey había hecho un pacto con Satanás para que los cristianos no ganaran. Pero no fue así. Cientos de hombres murieron, entre ellos el rey. Nadie se atrevió a enterrar los cuerpos, por lo que a aquel lugar lo denominaron tierra maldita y nadie se atrevía a entrar al lugar.
Otra vez paso el tiempo.
No se sabe en realidad como ni por qué paso. Se cree que fue una venganza del diablo mismo. Pero cierto día en aquel lugar empezaron a pasar cosas muy raras. Primero se decía que había luces, y que se escuchaban voces.
Empezaron a enviar hombres a ver que había allí, pero no volvían.
Solo uno logró volver, arrastrando su cuerpo, con el rostro deforme y el cuerpo cubierto en sangre. Según él, lo que vio fue un grupo de bandidos que se escondían en la tierra maldita. El alcalde decidió organizar un grupo de personas para ir atrapar a los bandidos. Cuando llegaron al lugar los bandidos escaparon y solo atraparon a uno, que había sido alcanzado por un cuchillo en la espalda. El alcalde le pregunto que hacían en aquel lugar. El bandido moribundo le contó que ellos eran bandidos que huían y que decidieron venir a aquel lugar porque sabían que allí nadie entraba. Les dijo que una noche en que ellos discutían pensando en quien seria el líder, apareció un hombre cubierto totalmente por una armadura. Este hombre les infundió un terror y un respeto tal que ellos decidieron hacerlo su líder.
Entonces el bandido murió con una sonrisa en el rostro. La gente volvió aterrada al pueblo tras escuchar aquel relato. ¿Podía ser que el temido rey hubiera vuelto a vengarse?
La gente decidió acudir al padre Venancio. Él era el cura mas viejo del pueblo y la gente le respetaba. Cuando el alcalde le contó los hechos al cura, éste le respondió que lo mejor era pedirle un consejo al santo. El santo era un hombre adulto que se llamaba Bartolomé, pero le decían San Bartolomé. Pues el cura lo recogió una noche en la puerta de la Iglesia, cuando era un bebito abandonado y estaba cubierto por una manta que tenia el rostro de Cristo. Desde entonces se crío en medio de los curas y de la Iglesia, y por sus actos y su sabiduría, lo denominaron Santo.
Bartolomé les enseño una oración que según él serviría para inmovilizar al mismo demonio.
El alcalde volvió a organizar un gran grupo de personas, todas esperanzadas con la oración del santo.
Entonces la gente fue rezando al atacar a los bandidos y a capturar a su líder.
Como por un milagro del cielo la gente salió victoriosa y lograron capturar al líder. Uno de los hombres decide sacarle el casco al jefe para ver su rostro. Mas cuando se lo quita se da cuenta de que este no tenia cabeza. ‘No tiene cabeza, el hijo de puta no tiene cabeza...’ - se fue gritando. Y la gente quedó atemorizada. El alcalde lo manda llevar a una celda, para que a la mañana siguiente lo ejecuten.
Pero el cura al escuchar los rumores de que no tenia cabeza, decide ir donde Bartolomé a contarle. Bartolomé queda pensativo y decide ir a ver al prisionero. ‘Escúchame bien padrecito... - le indica Bartolomé - ...vamos a ir a la celda. Pero tu sólo me acompañas hasta la puerta. Yo entro solo y tu cierras la puerta con llave. Solo la abres cuando yo te lo pida, si no, corres para donde el alcalde y lo llamas. Yo voy a ver si realmente no tiene cabeza.’
Así pues en medio de la noche los dos van a la celda. Tal como lo indica Bartolomé, este entra solo con una antorcha y el cura cierra con llave.
El cura apenas podía ver la luz que la antorcha desprendía, ‘ten cuidado San Bartolomé’- le pidió el cura. Bartolomé caminó despacio y logró ver el cuerpo encadenado del hombre con la armadura. De repente, como por arte de magia, la antorcha se apagó. Bartolomé quedó en medio de las tinieblas. El cura, al percibir que se había apagado la luz de la antorcha, se sorprendió. ‘San Bartolomé, pasa algo? Entonces escuchó que el santo empezó a rezar. Rezaba y rezaba hasta que no se escuchó mas. El cura se desesperó, ‘San Bartolomé, San Bartolomé, estás bien? Bartolomé, que ocurre?
De pronto sintió unas pisadas que se acercaban a la puerta, y vio como alguien trataba de abrir la puerta. ‘Padre,... ya me puede abrir la puerta’- escuchó una voz. ‘San Bartolomé, que pasó?- le respondió. ‘Padre, ábrame la puerta, le pido...’. El cura deslizó lentamente la llave a la cerradura. Mas de repente sintió que forcejeaban la puerta. ‘Padre, le he dicho que me abra la puerta... ábrame la puerta, le pido.... vamos! Abre la maldita puerta cura desgraciadooo!!!’
El cura casi se desmaya. Sin perder un segundo se fue corriendo en medio de la oscuridad. Entonces escuchó como la puerta se derrumbaba... y de repente sintió un golpe en la espalda que lo dejó plantado en el suelo...
Al día siguiente el cura se despertó y se halló tirado en el suelo. Fue a la celda y no había nada. Desesperado corrió a donde el alcalde y le contó todo lo sucedido.
El rumor circuló por todo el pueblo. La gente se organizó nuevamente para encontrar a Bartolomé o para dar con el bandido. No lo encontraron por todo el pueblo. Hasta que decidieron ir a la tierra maldita.
Allí encontraron al hombre de la armadura todo deshecho en el suelo en una alfombra de sangre. Entonces el alcalde decidió quitarle el casco para comprobar que no tenia cabeza. Más que terrible fue su impresión al ver el rostro de Bartolomé con un 666 en su frente pintado con sangre...
La gente decidió incinerar el cuerpo con la armadura, para después enterrarlo y sobre el sepulcro colocar una gran cruz de metal al revés para advertir que nadie se atreva jamas a acercarse allí, por ello la bautizaron la cruz del diablo.