martes, 31 de marzo de 2009

Oscar Wilde (Irlanda; Dublin 16/10/1854 - Francia; París 30/11/1900)

Oscar Fingal O'Flahertie Wills Wilde nacido en Dublin el 16 de Octubre de 1854 y fallecido en París el 30 de Noviembre de 1900, Oscar Wilde es considerado uno de los dramaturgos más destacados de la Inglaterra Victoriana. Tuvo una vida aparentemente normal, puesto que cinco años antes de su muerte, Wilde fue acusado de sodomía (homosexual), declarándose culpable (cosa rara, porque tenia dos hijos con Constance Lloyd). Wilde había mantenido una relación secreta con Alfred Douglas (otro escritor francés), del cual el padre lo acuso por creer que wilde era una mala influencia. Wilde no supo como explicar los hechos ocurridos a su esposa y a sus hijos (del cual se cree que a partir del segundo se volvió homosexual). Después de dos años de trabajos forzados, Wilde se divorcio de su esposa (a la que le negó el derecho de darles dinero, a menos que guarde relación con Alfred Douglas).

Durante su vida, Wilde estuvo relacionado con cosas de su época, como: el atractivo físico, la mujer, La moda, la moral, los valores, etc.

Sus obras mas importantes son: El Retrato de Dorian Gray (su única novela), El Príncipe Feliz, El Ruiseñor y la Rosa, El Gigante Egoísta, El Cohete Extraordinario, El De Profundis y La Balada de Reading Gaol (de los cuales los dos últimos cuentan sus experiencias en la prisión)
Cuando publico su única novela ("El retrato de Dorian Gray"), causo un escandalo al que Wilde respondió con la siguiente frase:"Más vale ser bello que ser bueno, pero mas vale ser bueno que ser feo", con lo cual pudo calmar un poco a la sociedad que lo abucheaba.

Después de ir a prisión por su escandalo con Alfred Douglas, Wilde se muda a Francia donde se cambia el nombre al de "Sebastian Melmoth", alli un sacerdote ingles la ayuda y wilde se vuelve católico para morir con esa religión de forma natural.

viernes, 27 de marzo de 2009

El Retrato de Dorian Gray (The Picture of Dorian Gray Dorian Gray)


Publicada en el año 1890, la historia narra los sucesos acontecidos a un joven, en base a un deseo que pidió el día en que le hicieron un gran retrato. La historia empieza cuando el pintor Basil Halward, le presenta a Lord Henry Wotton a su mejor amigo y modelo (Dorian Gray). Cuando Lord Henry ve al joven (casi adolecente) se sorprende de la belleza que tiene. Después de una conversión entre Dorian y Lord Henry, el joven queda sorprendido de cuanto el, puede ser de bello. Dorian, al ver el retrato se sorprende de su belleza. Después de contemplarlo pide un terrible deseo ("desearía no envejecer nunca y que el retrato envejeciera en mi lugar"), después se lleva el retrato a su casa y empieza visitar los teatros. Siempre que iba veía a una hermosa joven (la actriz principal de la obra teatral). Dorian va todos los días al teatro solamente para ver a la joven, cierto día se lleno de valor y busco a la joven en su camerino. La joven le dice su nombre (se llama Sybil Vane), pero ella no quiere saber su nombre, decía que era demasiado bello para tener nombre, así que le empezó a decir "príncipe azul".

Después de esa presentación, los jóvenes se empiezan a ver a diario. Un día Dorian se declara ante Sybil y le propone matrimonio. Lo primero que hace Dorian, es decircelo a Lord Henry y pedirle que lleve a Basil a verla actuar. Al día siguiente el hermano de Sybil Vane (James Vane), se despide de ella para enlistarse en la marina, pero James le dice a Sybil que si Dorian le hace algo el amenazo con matarlo. En esa noche el teatro estaba repleto de gente, pero Sybil esta apática. Después de esa triste actuación lord Henry y Basil se retiran por la pésima actuación. Cuando se ven los jóvenes en el camerino, Dorian le dice su disgusto, pero Sybil no entiende, Dorian se sienta y Sybil para consolarlo se acerca y le da un beso, pero Dorian le grita y le dice que no es nada. Después de esa terrible discusion Dorian se retira dejando en el piso y llorando a la actriz. Cuando Dorian llega a su casa se da cuenta de que hay un cambio en su retrato. Después de notar ese cambio en el cuadro se acuerda del deseo que pidió el día que pintaron el retrato, Dorian reflexiona y se va a dormir.

A la mañana siguiente Dorian le escribe una carta a Sybil Vane pidiéndole disculpas, momentos después de terminar la carta, Lord Henry llega y le da la trágica noticia de que Sybil Vane estaba muerta (se había suicidado). Después de que se fue Lord Henry, Dorian le pide a su criada la llave de al ático y después llama a tres empleados para que le ayuden a subirlo.

Y así pasa el tiempo, los rumores acerca de Dorian Gray se dispersan por todas partes. Cuando tenia 38 años, cierto día Basilio busca a dorian para despedirse de el (porque se iba a París). Cuando entraron a la casa de dorian, empiezan a hablar de el alma de Dorian. Pero en un momento dorian no aguanta mas y le quiere mostrar el retrato. Suben al ático en donde estaba el retrato, el pintor al no reconocerlo se sorprende y Dorian le cuenta la verdad. En un momento, Dorian revienta de cólera y no puede controlar sus impulsos, coge un cuchillo y apuñala a su amigo hasta la muerte.

A la mañana siguiente dorian busca a un e amigo suyo llamado Allan Cambell. después de una breve conversacion dorian le cuenta lo sucedido la noche anterior y le pide que destruya el cuerpo de Basil, Allan niega la propuesta. Dorian sin mas escapatoria chantajea a Allan con una carta para que logre hacer lo que el quiere. Después de esa acontecimiento Allan se va a su casa para traer los instrumentos necesarios para desaparecer el cuerpo. Cuando Allan sale Dorian sube a atico y comprueba que ya no esta el cuerpo, después de eso Dorian quema las posesiones de Basil.

Para terminar de olvidar lo que había pasado se va a un fumadero de opio, de un momento a otro una mujer extraña que lo empieza a llamar: "príncipe azul" y le dice que el es el socio del demonio. Un marinero que estaba por ahí tendido en la mesa se levanta, y empieza a seguir a Dorian. Por un pasaje oscuro aparece el marinero que agarra a dorian Gray por la espalda y lo coge del cuello, el marinero esta apuntando con el revolver a Dorian. El hombre era James Vane (el hermano de Sybil Vane), que se estaba vengando de lo que le había ocurrido a su hermana. Pero el no podía ver bien en la sombra y Dorian le recomienda que lo lleve hacia la luz, James Vane al ver la cara del joven lo deja ir. Segundos mas tarde aparece la mujer el fumadero de opio que le dice la verdad de Dorian (que no envejece jamas).

Días mas tarde Dorian va a una fiesta a la que fue invitado, Dorian se va al invernadero por flores, pero de un momento a otro se desmaya. Lord Henry acude de inmediato a su auxilio. Cuando Dorian despierta se acuerda de que vio a James Vane prendido en el vidrio del invernadero. Tres días después recién sale . Dorian se une a una partid de caza, dorian esta con un amigo cuando ven a una liebre. Cuando el amigo de Dorian dispara, le habia dado un tiro a un peon (a un hombre extraño). Cuando dorian se acerca al guardabosques le pregunta quien es la persona. Pero el guardabosques dice que no lo conoce, dorian se acera al cadaver y ve que el hombre muerto es James Vane.

Dias despues estan reunidos en la casa de Lord Henry, Dorian Gray y el dueño de casa. Estaban conversando y dorian le comenta que habia conocido a una mujer, que se parecia mucho a Sybil Vane y que habian planeado escaparce y el la dejo sola (plantada). cuando Dorian llega a su casa se acerca al retrato para verlo, se horroriza de su alma y decide acuchillar el retrato. Pero al hacerlo el que acabo muerto fue Dorian Gray.

A continuacion un capitulo entero de "El Retrato de Dorian Gray":


Capitulo VII: La disputa de Dorian y Sybil:


Aquella noche, por alguna razón, el teatro estaba abarrotado, y el gordo empresario judío que los recibió en la puerta, sonriendo trémulamente de oreja a oreja con expresión untuosa, procedió a escoltarlos hasta el palco con pomposa humildad, agitando sus gruesas manos enjoyadas y hablando a voz en grito. Dorian Gray sintió que le desagradaba más que nunca. Le pareció que viniendo en busca de Miranda se había encontrado con Calibán. A lord Henry, por el contrario, más bien le gustó. Al menos eso fue lo que dijo, e insistió en estrecharle la mano, asegurándole que estaba orgulloso de conocer al hombre que había descubierto a una joya de la interpretación y que se había arruinado a causa de un poeta. Hallward se divirtió con los rostros del patio de butacas. El calor era insoportable, y la enorme lámpara ardía como una dalia monstruosa con pétalos de fuego amarillo. Los jóvenes del paraíso se habían quitado chaquetas y chalecos, colgándolos de las barandillas. Hablaban entre sí de un lado a otro del teatro y compartían sus naranjas con las llamativas chicas que los acompañaban. Algunas mujeres reían en el patio de butacas, con voces chillonas y discordantes. Desde el bar llegaba el ruido del descorchar de las botellas.
-¡Qué lugar para encontrar a una diosa! -dijo lord Henry.
-¡Es cierto! -respondió Dorian Gray-. Pero fue aquí donde la encontré, y Sibyl es la encarnación de la divinidad. Cuando actúe, te olvidarás de todo. Esas gentes vulgares y toscas, de rostros primitivos y gestos brutales, se transforman cuando Sibyl está en el escenario. Callan y escuchan. Lloran y ríen cuando Sibyl quiere que lo hagan. Consigue que respondan como las cuerdas de un violín. Los espiritualiza, y se siente que están hechos de la misma carne y sangre que nosotros.
-¡La misma carne y sangre que nosotros! ¡Espero que no! -exclamó lord Henry, que observaba a los ocupantes del paraíso con sus gemelos de teatro.
-No le hagas caso, Dorian -dijo el pintor-. Yo sí entiendo lo que quieres decir y estoy convencido de que esa chica es como dices. La mujer a quien tú ames ha de ser maravillosa, y cualquier muchacha que consigue el efecto que describes ha de ser espléndida y noble. Espiritualizar a la propia época..., eso es algo que merece la pena. Si Sibyl es capaz de dar un alma a quienes han vivido sin ella, si crea un sentimiento de belleza en personas cuyas vidas han sido sórdidas y miserables, si los libera de su egoísmo y les presta lágrimas por sufrimientos que no son suyos, se merece toda tu adoración, se merece la adoración del mundo entero. Tu matrimonio con ella es un acierto. Al principio no lo creía así, pero ahora lo veo de otra manera. Los dioses han hecho a Sibyl Vane para ti. Sin ella hubieras quedado incompleto.
-Gracias, Basil -respondió Dorian Gray, dándole un apretón de manos-. Sabía que me entenderías. Harry es tan cínico que me aterra. Pero aquí llega la orquesta. Aunque espantosa, sólo toca unos cinco minutos aproximadamente. Luego se levanta el telón, y veréis a la muchacha a quien voy a dar toda mi vida, y a la que ya he dado todo lo bueno que hay en mí.
Un cuarto de hora después, acompañada de unos aplausos estruendosos, Sibyl Vane apareció en el escenario. Sí, no había duda de su encanto; era, pensó lord Henry, una de las criaturas más encantadoras que había visto nunca. Había algo de gacela en su gracia tímida y en sus ojos sorprendidos. Un ligero arrebol, como la sombra de una rosa en un espejo de plata, se asomó a sus mejillas cuando vio el teatro abarrotado y entusiasta. Retrocedió unos pasos y pareció que le temblaban los labios. Basil Hallward se puso en pie y empezó a aplaudir. Inmóvil, como en un sueño, Dorian Gray siguió sentado, mirándola fijamente. Lord Henry la examinó con sus gemelos y murmuró: «Encantadora, encantadora».
La acción transcurría en el vestíbulo de la casa de los Capuleto, y Romeo, vestido de peregrino, había entrado con Mercutio y sus amigos. Los músicos tocaron unos compases de acuerdo con sus posibilidades y comenzó la danza. Entre la multitud de actores desangelados y pobremente vestidos, Sibyl Vane se movía como una criatura de un mundo superior. Su cuerpo se agitaba, al bailar, como se mueve una planta dentro del agua. Las ondulaciones de su garganta eran las ondulaciones de un lirio blanco. Sus manos parecían hechas de sereno marfil.
Y, sin embargo, resultaba curiosamente apática. No manifestó signo alguno de alegría cuando sus ojos se posaron sobre Romeo. Las pocas palabras que tenía que decir:
Buen peregrino, no reproches tanto a tu mano un fervor tan verdadero: si juntan manos peregrino y santo, palma con palma es beso de palmero...
junto con el breve diálogo que sigue, fueron pronunciadas de manera completamente artificial. La voz era exquisita, pero desde el punto de vista de tono, absolutamente falsa. La coloración era equivocada. Privaba de vida a los versos. Hacía que la pasión resultase irreal.
Dorian Gray fue palideciendo mientras la contemplaba. Estaba desconcertado y lleno de ansiedad. Ninguno de sus dos amigos se atrevía a decir nada. Sibyl les parecía absolutamente incompetente. Se sentían horriblemente decepcionados.
De todos modos, comprendían que la verdadera prueba de cualquier Julieta es la escena del balcón en el segundo acto. Esperarían a que llegara. Si fallaba allí, todo habría acabado.
De nuevo estaba encantadora cuando reapareció al claro de luna. Eso no se podía negar. Pero lo forzado de su interpretación resultaba insoportable, y fue empeorando con el paso del tiempo. Sus gestos se hicieron absurdamente artificiales. Subrayaba excesivamente todo lo que tenía que decir. El hermoso pasaje:
La noche me oculta con su velo; si no, el rubor teñiría mis mejillas por lo que antes me has oído decir.
fue declamado con la penosa precisión de una colegiala a quien ha enseñado a recitar un profesor de elocución de tercera categoría. Y cuando se asomó al balcón y llegó a los maravillosos versos:
Aunque seas mi alegría,no me alegra nuestro acuerdo de esta noche: demasiado brusco, imprudente, repentino, igual que el relámpago, que cesaantes de poder nombrarlo. Amor, buenas noches. Con el aliento del verano, este brote amoroso puede dar bella flor cuando volvamos a vernos...
dijo las palabras como si carecieran por completo de sentido. No era nerviosismo. De hecho, lejos de estar nerviosa, parecía absolutamente dueña de sí misma. Era sencillamente una mala interpretación, y Sibyl un completo desastre.
Incluso el público del patio de butacas y del paraíso, vulgar y sin educación, había perdido interés por la obra. Incómodos, empezaban a hablar en voz alta y a silbar. El empresario judío, de pie tras los asientos del primer anfiteatro, golpeaba el suelo con los pies y protestaba indignado. Tan sólo Sibyl permanecía indiferente.
Al término del segundo acto se produjo una tormenta de silbidos. Lord Henry se levantó de su asiento y se puso el gabán.
-Es muy hermosa, Dorian -dijo-, pero incapaz de interpretar. Vámosnos.
-Voy a quedarme hasta el final -respondió el joven, con una voz crispada y llena de amargura-. Siento mucho baberos hecho perder la velada. Os pido disculpas a los dos.
-Mi querido Dorian, a mí me parece que la señorita Vane está enferma -interrumpió Hallward-. Vendremos otra noche.
-Ojalá estuviera enferma -replicó Dorian Gray-. Pero a mí me ha parecido sencillamente insensible y fría. Ha cambiado por completo. Anoche era una gran artista. Hoy es una actriz vulgar, mediocre.
-No hables así de alguien a quien amas, Dorian. El amor es más maravilloso que el arte.
-Los dos son formas de imitación -señaló lord Henry-. Pero será mejor que nos vayamos. No debes seguir aquí por más tiempo, Dorian. No es bueno para la moral ver una mala interpretación. Además, supongo que no querrás que tu esposa actúe en el teatro. En ese caso, ¿qué importa si interpreta Julieta como una muñeca de madera? Es encantadora, y si sabe tan poco de la vida como de actuar en el teatro, será una experiencia deliciosa. Sólo hay dos clases de personas realmente fascinantes: las que lo saben absolutamente todo y las que no saben absolutamente nada. Santo cielo, muchacho, ¡no pongas esa expresión tan trágica! El secreto para conservar la juventud es no permitirse ninguna emoción impropia. Ven al club con Basil y conmigo. Fumaremos cigarrillos y beberemos para celebrar la belleza de Sibyl Vane, que es muy hermosa. ¿Qué más puedes querer?
-Vete, Harry -exclamó el joven-. Quiero estar solo. Y tú también, Basil. ¿Es que no veis que se me está rompiendo el corazón?
Lágrimas ardientes le asomaron a los ojos. Le temblaban los labios y, dirigiéndose al fondo del palco, se apoyó contra la pared, escondiendo la cara entre las manos.
-Vámonos, Basil -dijo lord Henry, con una extraña ternura en la voz. Un instante después habían desaparecido.
Casi enseguida se encendieron las candilejas y se alzó el telón para el tercer acto. Dorian Gray volvió a su asiento. Estaba pálido, pero orgulloso e indiferente. La obra se fue arrastrando, interminable. La mitad del público abandonó la sala, haciendo ruido con sus pesadas botas y riéndose. La representación había sido un fiasco total. El último acto se interpretó ante una sala casi vacía. Una risa contenida y algunas protestas saludaron la caída del último telón.
Nada más terminar la obra, Dorian pasó entre bastidores, para dirigirse al camerino de la actriz. Encontró allí a Sibyl, con una expresión triunfal en el rostro y los ojos llenos de fuego. Estaba radiante. Sonreía, los labios ligeramente abiertos, a causa de un secreto muy personal.
Al entrar Dorian, la muchacha lo miró y apareció en su rostro una expresión de infinita alegría.
-¡Qué mal he actuado esta noche, Dorian! -exclamó. -¡Horriblemente mal! -respondió él, contemplándola asombrado-. ¡Espantoso! Ha sido terrible. ¿Estás enferma? No puedes hacerte idea de lo que ha sido. No te imaginas cómo he sufrido.
La muchacha sonrió.
-Dorian -respondió, acariciando el nombre del amado con la prolongada música de su voz, como si fuera más dulce que miel para los rojos pétalos de su boca-. Dorian, deberías haberlo entendido. Pero ahora lo entiendes ya, ¿no es cierto?
-¿Entender qué? -preguntó él, colérico.
-El porqué de que lo haya hecho tan mal esta noche. El porqué de que de ahora en adelante lo haga siempre mal. El porqué de que no vuelva nunca a actuar bien.
Dorian se encogió de hombros.
-Supongo que estás enferma. Cuando estés enferma no deberías actuar. Te pones en ridículo. Mis amigos se han aburrido. Yo me he aburrido.
Sibyl parecía no escucharlo. Estaba transfigurada por la alegría. Dominada por un éxtasis de felicidad. -Dorian, Dorian -exclamó-, antes de conocerte, actuar era la única realidad de mi vida. Sólo vivía para el teatro. Creía que todo lo que pasaba en el teatro era verdad. Era Rosalinda una noche y Porcia otra. La alegría de Beatriz era mi alegría, e igualmente mías las penas de Cordelia. Lo creía todo. La gente vulgar que trabajaba conmigo me parecía tocada de divinidad. Los decorados eran mi mundo. Sólo sabía de sombras, pero me parecían reales. Luego llegaste tú, ¡mi maravilloso amor!, y sacaste a mi alma de su prisión. Me enseñaste qué es la realidad. Esta noche, por primera vez en mi vida, he visto el vacío, la impostura, la estupidez del espectáculo sin sentido en el que participaba. Hoy, por vez primera, me he dado cuenta de que Romeo era horroroso, viejo, y de que iba maquillado; que la luna sobre el huerto era mentira, que los decorados eran vulgares y que las palabras que decía eran irreales, que no eran mías, no eran lo que yo quería decir. Tú me has traído algo más elevado, algo de lo que todo el arte no es más que un reflejo. Me has hecho entender lo que es de verdad el amor. ¡Amor mío! ¡Mi príncipe azul! ¡Príncipe de mi vida! Me he cansado de las sombras. Eres para mí más de lo que pueda ser nunca el arte. ¿Qué tengo yo que ver con las marionetas de una obra? Cuando he salido a escena esta noche, no entendía cómo era posible que me hubiera quedado sin nada. Pensaba hacer una interpretación maravillosa y de pronto he descubierto que era incapaz de actuar. De repente he comprendido lo que significa amarte. Saberlo me ha hecho feliz. He sonreído al oír protestar a los espectadores. ¿Qué saben ellos de un amor como el nuestro? Llévame lejos, Dorian; llévame contigo a donde podamos estar completamente solos. Aborrezco el teatro. Sé imitar una pasión que no siento, pero no la que arde dentro de mí como un fuego. Dorian, Dorian, ¿no entiendes lo que significa? Incluso aunque pudiera hacerlo, sería para mí una profanación representar que estoy enamorada. Tú me has hecho verlo.
Dorian se dejó caer en el sofá y evitó mirarla.
-Has matado mi amor -murmuró.
Sibyl lo miró asombrada y se echó a reír. El muchacho no respondió. Ella se acercó, y con una mano le acarició el pelo. A continuación se arrodilló y se apoderó de sus manos, besándoselas. Dorian las retiró, estremecido por un escalofrío.
Luego se puso en pie de un salto, dirigiéndose hacia la puerta.
-Sí -exclamó-; has matado mi amor. Eras un estímulo para mi imaginación. Ahora ni siquiera despiertas mi curiosidad. No tienes ningún efecto sobre mí. Te amaba porque eras maravillosa, porque tenías genio e inteligencia, porque hacías reales los sueños de los grandes poetas y dabas forma y contenido a las sombras del arte. Has tirado todo eso por la ventana. Eres superficial y estúpida. ¡Cielo santo! ¡Qué loco estaba al quererte! ¡Qué imbécil he sido! Ya no significas nada para mí. Nunca volveré a verte. Nunca pensaré en ti. Nunca mencionaré tu nombre. No te das cuenta de lo que representabas para mí. Pensarlo me resulta intolerable. ¡Quisiera no haberte visto nunca! Has destruido la poesía de mi vida. ¡Qué poco sabes del amor si dices que ahoga el arte! Sin el arte no eres nada. Yo te hubiera hecho famosa, espléndida, deslumbrante. El mundo te hubiera adorado, y habrías llevado mi nombre. Pero, ahora, ¿qué eres? Una actriz de tercera categoría con una cara bonita.
Sibyl palideció y empezó a temblar. Juntó las manos, apretándolas mucho, y dijo, con una voz que se le perdía en la garganta:
-No hablas en serio, ¿verdad, Dorian? -murmuró-. Estás actuando.
-¿Actuando? Eso lo dejo para ti, que lo haces tan bien -respondió él con amargura.
Alzándose de donde se había arrodillado y, con una penosa expresión de dolor en el rostro, la muchacha cruzó la habitación para acercarse a él. Le puso la mano en el brazo, mirándole a los ojos. Dorian la apartó con violencia.
-¡No me toques! -gritó.
A Sibyl se le escapó un gemido apenas audible mientras se arrojaba a sus pies, quedándose allí como una flor pisoteada.
-¡No me dejes, Dorian! -susurró-. Siento no haber interpretado bien mi papel. Pensaba en ti todo el tiempo. Pero lo intentaré, claro que lo intentaré. Se me presentó tan de repente..., mi amor por ti. Creo que nunca lo habría sabido si no me hubieras besado, si no nos hubiéramos besado. Bésame otra vez, amor mío. No te alejes de mí. No lo soportaría. No me dejes. Mi hermano... No; es igual. No sabía lo que decía. Era una broma... Pero tú, ¿no me puedes perdonar lo que ha pasado esta noche? Trabajaré muchísimo y me esforzaré por mejorar. No seas cruel conmigo, porque te amo más que a nada en el mundo. Después de todo, sólo he dejado de complacerte en una ocasión. Pero tienes toda la razón, Dorian, tendría que haber demostrado que soy una artista. Qué cosa tan absurda; aunque, en realidad, no he podido evitarlo. No me dejes, por favor -un ataque de apasionados sollozos la atenazó. Se encogió en el suelo como una criatura herida, y los labios bellamente dibujados de Dorian Gray, mirándola desde lo alto, se curvaron en un gesto de consumado desdén. Las emociones de las personas que se ha dejado de amar siempre tienen algo de ridículo. Sibyl Vane le resultaba absurdamente melodramática. Sus lágrimas y sus sollozos le importunaban.
-Me voy -dijo por fin, con voz clara y tranquila-. No quiero parecer descortés, pero me será imposible volver a verte. Me has decepcionado.
Sibyl lloraba en silencio, pero no respondió; tan sólo se arrastró, para acercarse más a Dorian. Extendió las manos ciegamente, dando la impresión de buscarlo. El muchacho se dio la vuelta y salió de la habitación. Unos instantes después había abandonado el teatro.
Apenas supo dónde iba. Más tarde recordó haber vagado por calles mal iluminadas, de haber atravesado lúgubres pasadizos, poblados de sombras negras y casas inquietantes. Mujeres de voces roncas y risas ásperas lo habían llamado. Borrachos de paso inseguro habían pasado a su lado entre maldiciones, charloteando consigo mismos como monstruosos antropoides. Había visto niños grotescos apiñados en umbrales y oído chillidos y juramentos que salían de patios melancólicos.
Al rayar el alba se encontró cerca de Covent Garden. Al alzarse el velo de la oscuridad, el cielo, enrojecido por débiles resplandores, se vació hasta convertirse en una perla perfecta. Grandes carros, llenos de lirios balanceantes, recorrían lentamente la calle resplandeciente y vacía. El aire se llenó con el perfume de las flores, y su belleza pareció proporcionarle un analgésico para su dolor. Siguió caminando hasta el mercado, y contempló cómo descargaban los vehículos. Un carrero de blusa blanca le ofreció unas cerezas. Dorian le dio las gracias y, preguntándose por qué el otro se había negado a aceptar dinero a cambio, empezó a comérselas distraídamente. Las habían recogido a media noche, y tenían la frialdad de la luna. Una larga hilera de muchachos que transportaban cajones de tulipanes y de rosas amarillas y rojas desfilaron ante él, abriéndose camino entre enormes montones, verde jade, de hortalizas. Bajo el gran pórtico, de columnas grises desteñidas por el sol, una bandada de chicas desarrapadas, con la cabeza descubierta, esperaban, ociosas, a que terminara la subasta. Otras se amontonaban alrededor de las puertas batientes del café de la Piazza. Los pesados percherones se resbalaban y golpeaban con fuerza los ásperos adoquines, agitando sus arneses con campanillas. Algunos de los cocheros dormían sobre montones de sacos. Con sus cuellos metálicos y sus patas rosadas, las palomas corrían de acá para allá picoteando semillas.
Después de algún tiempo, Dorian Gray paró un coche de punto que lo llevó a su casa. Una vez allí, se detuvo unos instantes en el umbral, recorriendo con la mirada la plaza silenciosa, con sus ventanas vacías, sus contraventanas, y los estores de mirada fija. El cielo se había convertido en un puro ópalo, y los tejados de las casas brillaban como plata bajo él. De alguna chimenea al otro lado de la plaza empezaba a alzarse una delgada columna de humo que pronto curvó en el aire nacarado sus volutas moradas.
En la enorme linterna veneciana -botín dorado de alguna góndola ducal- que colgaba del techo del gran vestíbulo revestido de madera de roble, aún ardían las luces de tres mecheros, semejantes a delgados pétalos azules con un borde de fuego blanco. Los apagó y, después de arrojar capa y sombrero sobre la mesa, cruzó la biblioteca en dirección a la puerta de su dormitorio, una amplia habitación octogonal en el piso bajo que, dada su reciente pasión por el lujo, acababa de hacer decorar a su gusto, colgando de las paredes curiosas tapicerías renacentistas que habían aparecido almacenadas en un ático olvidado de Selby Royal. Mientras giraba la manecilla de la puerta, su mirada se posó sobre el retrato pintado por Basil Hallward. La sorpresa le obligó a detenerse. Luego entró en su cuarto sin perder la expresión de perplejidad. Después de quitarse la flor que llevaba en el ojal de la chaqueta, pareció vacilar. Finalmente regresó a la biblioteca, se acercó al cuadro y lo examinó con detenimiento. Iluminado por la escasa luz que empezaba a atravesar los estores de seda de color crema, le pareció que el rostro había cambiado ligeramente. La expresión parecía distinta. Se diría que había aparecido un toque de crueldad en la boca. Era, sin duda, algo bien extraño.
Dándose la vuelta, se dirigió hacia la ventana y alzó el estor. El resplandor del alba inundó la habitación y barrió hacia los rincones oscuros las sombras fantásticas, que se inmovilizaron, temblorosas. Pero la extraña expresión que Dorian Gray había advertido en el rostro del retrato siguió presente, más intensa si cabe. La temblorosa y ardiente luz del sol le mostró los pliegues crueles en torno a la boca con la misma claridad que si se hubiera mirado en un espejo después de cometer alguna acción abominable.
Estremecido, tomó de la mesa un espejo oval, encuadrado por cupidos de marfil, uno de los muchos regalos que lord Henry le había hecho, y lanzó una mirada rápida a sus brillantes profundidades. Ninguna arruga parecida había deformado sus labios rojos. ¿Qué significaba aquello?
Después de frotarse los ojos, se acercó al cuadro y lo examinó de nuevo. No había ninguna señal de cambio cuando miraba el lienzo y, sin embargo, no cabía la menor duda de que la expresión del retrato era distinta. No se lo había inventado. Se trataba de una realidad atrozmente visible.
Dejándose caer sobre una silla empezó a pensar. De repente, como en un relámpago, se acordó de lo que dijera en el estudio de Basil Hallward el día en que el pintor concluyó el retrato. Sí; lo recordaba perfectamente. Había expresado un deseo insensato: que el retrato envejeciera y que él se conservara joven; que la perfección de sus rasgos permaneciera intacta, y que el rostro del lienzo cargara con el peso de sus pasiones y de sus pecados; que en la imagen pintada aparecieran las arrugas del sufrimiento y de la meditación, pero que él conservara todo el brillo delicado y el atractivo de una adolescencia que acababa de tomar conciencia de sí misma. No era posible que su deseo hubiera sido escuchado. Cosas así no sucedían, eran imposibles. Parecía monstruoso incluso pensar en ello. Y, sin embargo, allí estaba el retrato, con un toque de crueldad en la boca.
¡Crueldad! ¿Había sido cruel? Sibyl era la culpable y no él. La había soñado gran artista, y por creerla grande le había entregado su amor. Pero Sibyl le había decepcionado, demostrando ser superficial e indigna. Y, sin embargo, un sentimiento de infinito pesar se apoderó de él, al recordarla acurrucada a sus pies y sollozando como una niñita. Rememoró con cuánta indiferencia la había contemplado. ¿Por qué la naturaleza le había hecho así? ¿Por qué se le había dado un alma como aquélla? Pero también él había sufrido. Durante las tres terribles horas de la representación había vivido siglos de dolor, eternidades de tortura. Su vida bien valía la de Sibyl. Ella lo había maltratado, aunque Dorian le hubiera infligido una herida duradera. Las mujeres, además, estaban mejor preparadas para el dolor. Vivían de sus emociones. Sólo pensaban en sus emociones. Cuando tomaban un amante, no tenían otro objetivo que disponer de alguien a quien hacer escenas. Lord Henry se lo había explicado, y lord Henry sabía cómo eran las mujeres. ¿Qué razón había para preocuparse por Sibyl Vane? Ya no significaba nada para él.
Pero, ¿y el retrato? ¿Qué iba a decir del retrato? El lienzo de Basil Hallward contenía el secreto de su vida, narraba su historia. Le había enseñado a amar su propia belleza. ¿Le enseñaría también a aborrecer su propia alma? ¿Volvería alguna vez a mirarlo?
No; se trataba simplemente de una ilusión que se aprovechaba de sus sentidos desorientados. La horrible noche pasada había engendrado fantasmas. De repente, esa minúscula mancha escarlata que vuelve locos a los hombres se había desplomado sobre su cerebro. El cuadro no había cambiado. Era locura pensarlo.
Sin embargo, el retrato seguía contemplándolo, con el hermoso rostro deformado por una cruel sonrisa. Sus cabellos resplandecían, brillantes, bajo el sol matinal. Los ojos azules del lienzo se clavaban en los suyos. Un indecible sentimiento de compasión le invadió, pero no por él, sino por aquella imagen pintada. Ya había cambiado y aún cambiaría más. El oro se marchitaría en gris. Las rosas, rojas y blancas, morirían. Por cada pecado que cometiera, una mancha vendría a ensuciar y a destruir su belleza. Pero no volvería a pecar. El cuadro, igual o distinto, sería el emblema visible de su conciencia. Resistiría a la tentación. Nunca volvería a ver a lord Henry: no volvería a escuchar, al menos, aquellas teorías sutilmente ponzoñosas que, en el jardín de Basil Hallward, habían despertado en él por vez primera el deseo de cosas imposibles. Volvería junto a Sibyl Vane, le pediría perdón, se casaría con ella, se esforzaría por amarla de nuevo. Sí; era su deber hacerlo. Sin duda había sufrido más que él. ¡Pobre chiquilla! ¡Qué cruel y egoísta había sido! La fascinación que provocara en él renacería. Serían felices juntos. Su vida con ella sería hermosa y pura.
Se levantó de la silla y colocó un biombo de grandes dimensiones delante del retrato, estremeciéndose mientras lo contemplaba. «¡Qué horror!», murmuró, y, acercándose a la puerta que daba al jardín, la abrió. Al pisar la hierba, respiró hondo. El frescor del aire matutino pareció ahuyentar todas sus sombrías pasiones. Pensaba sólo en Sibyl. Un débil eco del antiguo amor reapareció en su pecho. Repitió muchas veces su nombre. Los pájaros que cantaban en el jardín empapado de rocío parecían hablar de ella a las flores.

miércoles, 25 de marzo de 2009

Fiodor Dostoievski (Rusia; Moscu 30/11/1821 - San Petesburgo 11/11/1881)

Fiodor Mikhailovich Dostoevski nacido en moscu el 30 de noviembre de 1821 y fallecido en San petesburgo el 11 de noviembre de 1881, Fiodor Dostoievski es uno de los mas grandes conocedores de la psicología humana (expresándolo en sus obras), su madre murió cuando era niño y su padre fue asesinado por sus empleados cuando Fiodor tenia 18 años. Su primera novela la escribió y publico cuando tenia 25 años.

A los 28 años fue sentenciado a muerte, pero en un ultimo instante se cancelaron las cosas y fue sentenciado a cuatro años en siberia. después de eso se asocio con una editorial en la cual para cumplir con el, contrata a una taquígrafa. Pero de esa fecha a un año se casa con ella.

Después de ese trauma su vida sigue relativamente bien hasta sus cuarenta y cinco años en la que viaja a Europa , exactamente en viesvaden en la que conoce "La Ruleta" que se hace viciosos automativamente. Hay una carta de Dovstoieski en la que le escribe a su hermano, y le dice: "En viesbaden, invente un sistema propio de juego, lo aplique y de inmediato gane diez mil francos. A la mañana siguiente exaltado cambie de sistema y perdí, por la noche volví nuevamente a mi sistema siguiéndolo rigurosamente y pronto gane de nuevo tres mil franco. Dime ¿como era posible que después de esto no entusiasmarse".

Y cuando le dijeron que se había vuelto vicioso el respondió: "es de lo mas simple y tonto únicamente es preciso ser dueño de si mismo y sean cuales sean las peripecias de una partida evitar quemarse" Dovstoieski en sus novelas escribe los hechos que le han ocurrido. Las novelas en las que narra su vida son: recuerdos de la casa de los muertos( sus años de prisión), el jugador(sus vicios). Pero además tiene grandes novelas como Los hermanos karamazov, crimen y castigo, el idiota, etc.

En el año 1877 prohibieron el juego, habiendo pasado 13 años desde que se envicio con el juego de la ruleta y cinco años mas tarde en 1881 Fallece de un ataque pulmonar y con la conciencia de estar sumido en la degradacion.

jueves, 19 de marzo de 2009

Crimen y Castigo (Преступление и наказание)

Publicada en el año 1866. La novela narra la historia de Rodia Raslkolnikov (un estudiante joven y muy responsable). Empieza cuando Rodia empeña unas joyas de su familia (el anillo de su hermana y el reloj de su padre) a Alena Ivanovna (una usurera). Pero unas horas después, escucha una conversacion entre dos estudiantes que comentavan sobre la usurera a la que le había empeñado sus joyas.

En toda la desesperacion lo mejor que se le ocurrió fue una locura (matar a Alena). Pero recibe una carta en la que su mama le dice que han despedido a su hermana por culpa de su patrón. Para pensarlo mejor salio a caminar, unos instantes y entra en una taberna, y se encuentra con un borracho que se llama Marmeladov. Que le contó toda su historia, que tenia a una mujer con tuberculosis, una hija que se prostituía para mantenerlos (se llamaba Sonia).

Después acompaño a Marmeladov a su casa en la que su esposa la recibió a gritos, Raskolnikov no aguanto la pobresa de su familia y les dejo todo el dinero que tenia. Pero lamentablemente el ver a esa pobre familia la decision de asesinar a Alena fue definitiva. Al dia siguiente, a las seis de la tarde empezaron los preparativos, alisto el hacha (que escondió en su abrigo), cogio un palo que envolvió y a las siete ya estaba tocando la puerta del departamento de su víctima. Alena le abre la puerta con desconfianza. Pero Rodia logra entrar al departamento y le entrega el señuelo a su víctima, en esos momentos Raskolnikov saca el hacha de su abrigo y empezó a golpear la cabeza de su víctima (la golpeo tres veces). Después de haberla golpeado busco en la casa de la víctima las joyas que se empeñaron las demás personas.

Pero cuando entro en el cuarto de Alena, Raskolnikov escucha un grito. Cuando llega a la sala estaba al costado de la puerta Lizbeth (la hermana de Alena), pero sin tener mas escapatoria, asesino a Lizbeth. Pero para aumentar su desgracia, en esos momentos llegan do estudiantes a buscar a Alena, después de unos minutos se fueron. Raskolnikov Aprovecho y salio de la habitación sin ser detectado.

Al dia siguiente tocan a su puerta y le dicen que lo esperan en la estación de policía. Cuando llega, se entera de que era porque le debía a su cacera, cuando estaba por salir escucha que están hablando del crimen que el cometió (el juez Porfirio Petrovich con un policía mas), cuando el estaba por confesar el crimen se desmaya. Cuando se levanta sabe como evitar levantar sospechas en el juez. Cuando regresa a su apartamento, saca los objetos que robo de su casa y los esconde en las orillas de un río. Después de esconder las cosas tiene pesadillas por varios días.

Un dia un amigo de la universidad (llamado Dimitri) llego a casa de Rodia cuando estaba dormido (para darle el dinero que le había mandado su madre), cuando se levanta Raskolnikov, Dimitri le cuenta todo lo que decía entre sueños, Rodia le cuenta lo ocurrido en la estación de policía. después, sale a caminar y cuando pasa al costado de la residencia de Alena sube hasta su habitación, al ver que estaban remodelando la habitación, arma un escandalo. Después de eso Rodia estaba decidido a confesarse. Y cuando estaba en camino a la estación de policía, ve un bulto de gente, cuando Rodia se acerca se da cuenta de que habían atropellado a Marmeladov.

Lo lleva a su casa, en la que lo reciben su esposa. La mujer manda a llamar a Sonia. Sonia llega cuando el padre esta muriendo, Y después de hablar con el, Marmeladov muere. Raskolnikov no aguanta y le da el dinero que le había mandado su madre. Después de ese incidente se va a buscar a dimitri, para que lo acompañe a su casa, pero cuando llega ve que esta con la visita de su madre y su hermana. Raskolnikov no aguanta la culpa y enloquece. Des pues de que lo tranquilizan Dimitri excusa a su amigo ante las dos mujeres.

Al dia siguiente Raskolnikov se va a pedir las cosas que empeño en casa de Alena (para evitar levantar sospechas). Pero al final acabo conversando con el Juez sobre un articulo que había publicado hace unas semanas (después de decirle que le lleve una carta escrita par que le devuelvan sus pertenencias). Cuando sale, en medio del camino un hombre extraño y le grita en su cara asesino. Después de ese incidente se va a buscar a Sonia. Al dia siguiente va a entregar la carta al juez Porfirio.

Después de haberle entregado la carta, el juez le dice que le tiene algo escondido, Raskolnikov pensada que era el testigo (el hombre que le grito el dia anterior), pero en un momento llega un hombre, al que había acusado anteriormente del crimen. El juez sin mas remedio deja libre a Rodia.

En la calle el mismo hombre lo alcanza y le pide disculpas. Después se va a buscar a Sonia y le dice la verdad. Esa noche el juez o busca en su casa. Después Rodia salio a caminar y reflexionar, en el malecón del rió neva. Luego llega su hermana, que ya sabia la verdad. Raskolnikov después de platicar con su hermana busca a Sonia y le dice que se va a entregar. Sonia acompaña a Rodia cuando se entrega y después lo acompaña en su sentencia de siete años en siberia.

A continuación un capitulo entero de "Crimen y castigo":

Segunda Parte
VII
En medio de la calle había una elegante calesa con un tronco de dos vivos caballos grises de pura sangre. El carruaje estaba vacío. Incluso el cochero había dejado el pescante y estaba en pie junto al coche, sujetando a los caballos por el freno. Una nutrida multitud se apiñaba alrededor del vehículo, contenida por agentes de la policía. Uno de éstos tenía en la mano una linterna encendida y dirigía la luz hacia abajo para iluminar algo que había en el suelo, ante las ruedas. Todos hablaban a la vez. Se oían suspiros y fuertes voces. El cochero, aturdido, no cesaba de repetir:
‑¡Qué desgracia, Señor, qué desgracia!
Raskolnikof se abrió paso entre la gente, y entonces pudo ver lo que provocaba tanto alboroto y curiosidad. En la calzada yacía un hombre ensangrentado y sin conocimiento. Acababa de ser arrollado por los caballos. Aunque iba miserablemente vestido, llevaba ropas de burgués. La sangre fluía de su cabeza y de su rostro, que estaba hinchado y lleno de morados y heridas. Evidentemente, el accidente era grave.
‑¡Señor! ‑se lamentaba el cochero‑. ¡Bien sabe Dios que no he podido evitarlo! Si hubiese ido demasiado de prisa..., si no hubiese gritado... Pero iba poco a poco, a una marcha regular: todo el mundo lo ha visto. Y es que un hombre borracho no ve nada: esto lo sabemos todos. Lo veo cruzar la calle vacilando. Parece que va a caer. Le grito una vez, dos veces, tres veces. Después retengo los caballos, y él viene a caer precisamente bajo las herraduras. ¿Lo ha hecho expresamente o estaba borracho de verdad? Los caballos son jóvenes, espantadizos, y han echado a correr. Él ha empezado a gritar, y ellos se han lanzado a una carrera aún más desenfrenada. Así ha ocurrido la desgracia.
‑Es verdad que el cochero ha gritado más de una vez y muy fuerte ‑dijo una voz.
‑Tres veces exactamente ‑dijo otro‑. Todo el mundo le ha oído.
Por otra parte, el cochero no parecía muy preocupado por las consecuencias del accidente. El elegante coche pertenecía sin duda a un señor importante y rico que debía de estar esperándolo en alguna parte. Esta circunstancia había provocado la solicitud de los agentes. Era preciso conducir al herido al hospital, pero nadie sabía su nombre.
Raskolnikof consiguió situarse en primer término. Se inclinó hacia delante y su rostro se iluminó súbitamente: había reconocido a la víctima.
‑¡Yo lo conozco! ¡Yo lo conozco! ‑exclamó, abriéndose paso a codazos entre los que estaban delante de él‑. Es un antiguo funcionario: el consejero titular Marmeladof. Vive cerca de aquí, en el edificio Kozel. ¡Llamen en seguida a un médico! Yo lo pago. ¡Miren!
Sacó dinero del bolsillo y lo mostró a un agente. Era presa de una agitación extraordinaria.
Los agentes se alegraron de conocer la identidad de la víctima. Raskolnikof dio su nombre y su dirección e insistió con vehemencia en que transportaran al herido a su domicilio. No habría mostrado más interés si el atropellado hubiera sido su padre.
‑El edificio Kozel ‑dijo‑ está aquí mismo, tres casas más abajo. Kozel es un acaudalado alemán. Sin duda estaba bebido y trataba de llegar a su casa. Es un alcohólico... Tiene familia: mujer, hijos... Llevarlo al hospital sería una complicación. En el edificio Kozel debe de haber algún médico. ¡Yo lo pagaré! ¡Yo lo pagaré! En su casa le cuidarán. Si le llevan al hospital, morirá por el camino.
Incluso deslizó con disimulo unas monedas en la mano de uno de los agentes. Por otra parte, lo que él pedía era muy explicable y completamente legal. Había que proceder rápidamente. Se levantó al herido y almas caritativas se ofrecieron para transportarlo. El edificio Kozel estaba a unos treinta pasos del lugar donde se habia producido el accidente. Raskolnikof cerraba la marcha e indicaba el camino, mientras sostenía la cabeza del herido con grandes precauciones.
‑¡Por aquí! ¡Por aquí! Hay que llevar mucho cuidado cuando subamos la escalera. Hemos de procurar que su cabeza se mantenga siempre alta. Viren un poco... ¡Eso es...! ¡Yo pagaré...! No soy un ingrato...
En esos momentos, Catalina Ivanovna se entregaba a su costumbre, como siempre que disponía de un momento libre, de ir y venir por su reducida habitación, con los brazos cruzados sobre el pecho, tosiendo y hablando en voz alta.
Desde hacía algún tiempo, le gustaba cada vez más hablar con su hija mayor, Polenka, niña de diez años que, aunque incapaz de comprender muchas cosas, se daba perfecta cuenta de que su madre tenía gran necesidad de expansionarse. Por eso fijaba en ella sus grandes e inteligentes ojos y se esforzaba por aparentar que todo lo comprendía. En aquel momento, la niña se dedicaba a desnudar a su hermanito, que había estado malucho todo el día, para acostarlo. El niño estaba sentado en una silla, muy serio, esperando que le quitaran la camisa para lavarla durante la noche. Silencioso e inmóvil, había juntado y estirado sus piernecitas y, con los pies levantados, exhibiendo los talones, escuchaba lo que decían su madre y su hermana. Tenía los labios proyectados hacia fuera y los ojos muy abiertos. Su gesto de atención e inmovilidad era el propio de un niño bueno cuando se le está desnudando para acostarlo. Una niña menor que él, vestida con auténticos andrajos, esperaba su turno de pie junto al biombo. La puerta que daba a la escalera estaba abierta para dejar salir el humo de tabaco que llegaba de las habitaciones vecinas y que a cada momento provocaba en la pobre tísica largos y penosos accesos de tos. Catalina Ivanovna parecía haber adelgazado sólo en unos días, y las siniestras manchas rojas de sus mejillas parecían arder con un fuego más vivo.
‑Tal vez no me creas, Polenka ‑decía mientras medía con sus pasos la habitación‑, pero no puedes imaginarte la atmósfera de lujo y magnificencia que habia en casa de mis padres y hasta qué extremo este borracho me ha hundido en la miseria. También a vosotros os perderá. Mi padre tenía en el servicio civil un grado que correspondía al de coronel. Era ya casi gobernador; sólo tenía que dar un paso para llegar a serlo, y todo el mundo le decía: «Nosotros le consideramos ya como nuestro gobernador, Iván Mikhailovitch.» Cuando... ‑empezó a toser‑. ¡Maldita sea! ‑exclamó después de escupir y llevándose al pecho las crispadas manos‑. Pues cuando... Bueno, en el último baile ofrecido por el mariscal de la nobleza, la princesa Bezemelny, al verme... (ella fue la que me bendijo más tarde, en mi matrimonio con tu papá, Polia), pues bien, la princesa preguntó: «¿No es ésa la encantadora muchacha que bailó la danza del chal en la fiesta de clausura del Instituto...?» Hay que coser esta tela, Polenka. Mira qué boquete. Debiste coger la aguja y zurcirlo como yo te he enseñado, pues si se deja para mañana... ‑de nuevo tosió‑, mañana... ‑volvió a toser‑, ¡mañana el agujero será mayor! ‑gritó, a punto de ahogarse‑. El paje, el príncipe Chtchegolskoi, acababa de llegar de Petersburgo... Había bailado la mazurca conmigo y estaba dispuesto a pedir mi mano al día siguiente. Pero yo, después de darle las gracias en términos expresivos, le dije que mi corazón pertenecía desde hacía tiempo a otro. Este otro era tu padre, Polia. El mío estaba furioso... ¿Ya está? Dame esa camisa. ¿Y las medias...? Lida ‑dijo dirigiéndose a la niña más pequeña‑, esta noche dormirás sin camisa... Pon con ella las medias: lo lavaremos todo a la vez... ¡Y ese desharrapado, ese borracho, sin llegar! Su camisa está sucia y destrozada... Preferiría lavarlo todo junto, para no fatigarme dos noches seguidas... ¡Señor! ¿Más todavía? ‑exclamó, volviendo a toser y viendo que el vestíbulo estaba lleno de gente y que varias personas entraban en la habitación, transportando una especie de fardo‑. ¿Qué es eso, Señor? ¿Qué traen ahí?
‑¿Dónde lo ponemos? ‑preguntó el agente, dirigiendo una mirada en torno de él, cuando introdujeron en la pieza a Marmeladof, ensangrentado e inanimado.
‑En el diván; ponedlo en el diván ‑dijo Raskolnikof‑. Aquí. La cabeza a este lado.
‑¡Él ha tenido la culpa! ¡Estaba borracho! ‑gritó una voz entre la multitud.
Catalina Ivanovna estaba pálida como una muerta y respiraba con dificultad. La diminuta Lidotchka lanzó un grito, se arrojó en brazos de Polenka y se apretó contra ella con un temblor convulsivo.
Después de haber acostado a Marmeladof, Raskolnikof corrió hacia Catalina Ivanovna.
‑¡Por el amor de Dios, cálmese! ‑dijo con vehemencia‑. ¡No se asuste! Atravesaba la calle y un coche le ha atropellado. No se inquiete; pronto volverá en sí. Lo han traído aquí porque lo he dicho yo. Yo estuve ya una vez en esta casa, ¿recuerda? ¡Volverá en sí! ¡Yo lo pagaré todo!
¡Esto tenía que pasar! ‑exclamó Catalina Ivanovna, desesperada y abalanzándose sobre su marido.
Raskolnikof se dio cuenta en seguida de que aquella mujer no era de las que se desmayan por cualquier cosa. En un abrir y cerrar de ojos apareció una almohada debajo de la cabeza de la víctima, detalle en el que nadie había pensado. Catalina Ivanovna empezó a quitar ropa a su marido y a examinar las heridas. Sus manos se movían presurosas, pero conservaba la serenidad y se había olvidado de sí misma. Se mordía los trémulos labios para contener los gritos que pugnaban por salir de su boca.
Entre tanto, Raskolnikof envió en busca de un médico. Le habían dicho que vivía uno en la casa de al lado.
‑He enviado a buscar un médico ‑dijo a Catalina Ivanovna‑. No se inquiete usted; yo lo pago. ¿No tiene agua? Déme también una servilleta, una toalla, cualquier cosa, pero pronto. Nosotros no podemos juzgar hasta qué extremo son graves las heridas... Está herido, pero no muerto; se lo aseguro... Ya veremos qué dice el doctor.
Catalina Ivanovna corrió hacia la ventana. Allí había una silla desvencijada y, sobre ella, una cubeta de barro llena de agua. La había preparado para lavar por la noche la ropa interior de su marido y de sus hijos. Este trabajo nocturno lo hacía Catalina Ivanovna dos veces por semana cuando menos, e incluso con más frecuencia, pues la familia había llegado a tal grado de miseria, que ninguno de sus miembros tenía más de una muda. Y es que Catalina Ivanovna no podía sufrir la suciedad y, antes que verla en su casa, prefería trabajar hasta más allá del límite de sus fuerzas. Lavaba mientras todo el mundo dormía. Así podía tender la ropa y entregarla seca y limpia a la mañana siguiente a su esposo y a sus hijos.
Levantó la cubeta para llevársela a Raskolnikof, pero las fuerzas le fallaron y poco faltó para que cayera. Entre tanto, Raskolnikof había encontrado un trapo y, después de sumergirlo en el agua de la cubeta, lavó la ensangrentada cara de Marmeladof. Catalina Ivanovna permanecía de pie a su lado, respirando con dificultad. Se oprimía el pecho con las crispadas manos.
También ella tenía gran necesidad de cuidarse. Raskolnikof empezaba a decirse que tal vez había sido un error llevar al herido a su casa.
‑Polia ‑exclamó Catalina Ivanovna‑, corre a casa de Sonia y dile que a su padre le ha atropellado un coche y que venga en seguida. Si no estuviese en casa, dejas el recado a los Kapernaumof para que se lo den tan pronto como llegue. Anda, ve. Toma; ponte este pañuelo en la cabeza.
Entre tanto, la habitación se había ido llenando de curiosos de tal modo, que ya no cabía en ella ni un alfiler. Los agentes se habían marchado. Sólo había quedado uno que trataba de hacer retroceder al público hasta el rellano de la escalera. Pero, al mismo tiempo, los inquilinos de la señora Lipevechsel habían dejado sus habitaciones para aglomerarse en el umbral de la puerta interior y, al fin, irrumpieron en masa en la habitación del herido.
Catalina Ivanovna se enfureció.
‑¿Es que ni siquiera podéis dejar morir en paz a una persona? ‑gritó a la muchedumbre de curiosos‑. Esto es para vosotros un espectáculo, ¿verdad? ¡Y venís con el cigarrillo en la boca! ‑exclamó mientras empezaba a toser‑. Sólo os falta haber venido con el sombrero puesto... ¡Allí veo uno que lo lleva! ¡Respetad la muerte! ¡Es lo menos que podéis hacer!
La tos ahogó sus palabras, pero lo que ya había dicho produjo su efecto. Por lo visto, los habitantes de la casa la temían. Los vecinos se marcharon uno tras otro con ese extraño sentimiento de íntima satisfacción que ni siquiera el hombre más compasivo puede menos de experimentar ante la desgracia ajena, incluso cuando la víctima es un amigo estimado.
Una vez habían salido todos, se oyó decir a uno de ellos, tras la puerta ya cerrada, que para estos casos estaban los hospitales y que no había derecho a turbar la tranquilidad de una casa.
‑¡Pretender que no hay derecho a morir! ‑exclamó Catalina Ivanovna.
Y corrió hacia la puerta con ánimo de fulminar con su cólera a sus convecinos. Pero en el umbral se dio de manos a boca con la dueña de la casa en persona, la señora Lipevechsel, que acababa de enterarse de la desgracia y acudía para restablecer el orden en el departamento. Esta señora era una alemana que siempre andaba con enredos y chismes.
‑¡Ah, Señor! ¡Dios mío! ‑exclamó golpeando sus manos una contra otra‑. Su marido borracho. Atropellamiento por caballo. Al hospital, al hospital. Lo digo yo, la propietaria.
‑¡Óigame, Amalia Ludwigovna! Debe usted pensar las cosas antes de decirlas ‑comenzó Catalina Ivanovna con altivez (le hablaba siempre en este tono, con objeto de que aquella mujer no olvidara en ningún momento su elevada condición, y ni siquiera ahora pudo privarse de semejante placer)‑. Sí, Amalia Ludwigovna...
‑Ya le he dicho más de una vez que no me llamo Amalia Ludwigovna. Yo soy Amal Iván.
‑Usted no es Amal Iván, sino Amalia Ludwigovna, y como yo no formo parte de su corte de viles aduladores, tales como el señor Lebeziatnikof, que en este momento se está riendo detrás de la puerta ‑se oyó, en efecto, una risita socarrona detrás de la puerta y una voz que decía: «Se van a agarrar de las greñas‑, la seguiré llamando Amalia Ludwigovna. Por otra parte, a decir verdad, no sé por qué razón le molesta que le den este nombre. Ya ve usted lo que le ha sucedido a Simón Zaharevitch. Está muriéndose. Le ruego que cierre esa puerta y no deje entrar a nadie. Que le permitan tan sólo morir en paz. De lo contrario, yo le aseguro que mañana mismo el gobernador general estará informado de su conducta. El príncipe me conoce desde casi mi infancia y se acuerda perfectamente de Simón Zaharevitch, al que ha hecho muchos favores. Todo el mundo sabe que Simón Zaharevitch ha tenido numerosos amigos y protectores. Él mismo, consciente de su debilidad y cediendo a un sentimiento de noble orgullo, se ha apartado de sus amistades. Sin embargo, hemos encontrado apoyo en este magnánimo joven ‑señalaba a Raskolnikof‑, que posee fortuna y excelentes relaciones y al que Simón Zaharevitch conocía desde su infancia. Y le aseguro a usted, Amalia Ludwigovna...
Todo esto fue dicho con precipitación creciente, pero un acceso de tos puso de pronto fin a la elocuencia de Catalina Ivanovna. En este momento, el moribundo recobró el conocimiento y lanzó un gemido. Su esposa corrió hacia él. Marmeladof había abierto los ojos y miraba con expresión inconsciente a Raskolnikof, que estaba inclinado sobre él. Su respiración era lenta y penosa; la sangre teñía las comisuras de sus labios, y su frente estaba cubierta de sudor. No reconoció al joven; sus ojos empezaron a errar febrilmente por toda la estancia. Catalina Ivanovna le dirigió una mirada triste y severa, y las lágrimas fluyeron de sus ojos.
‑¡Señor, tiene el pecho hundido! ¡Cuánta sangre! ¡Cuánta sangre! ‑exclamó en un tono de desesperación‑. Hay que quitarle las ropas. Vuélvete un poco, Simón Zaharevitch, si te es posible.
Marmeladof la reconoció.
‑Un sacerdote ‑pidió con voz ronca.
Catalina Ivanovna se fue hacia la ventana, apoyó la frente en el cristal y exclamó, desesperada:
‑¡Ah, vida tres veces maldita!
‑Un sacerdote ‑repitió el moribundo, tras una breve pausa.
‑¡Silencio! ‑le dijo Catalina Ivanovna.
Él, obediente, se calló. Sus ojos buscaron a su mujer con una expresión tímida y ansiosa. Ella había vuelto junto a él y estaba a su cabecera. El herido se calmó, pero sólo momentáneamente. Pronto sus ojos se fijaron en la pequeña Lidotchka, su preferida, que temblaba convulsivamente en un rincón y le miraba sin pestañear, con una expresión de asombro en sus grandes ojos.
Marmeladof emitió unos sonidos imperceptibles mientras señalaba a la niña, visiblemente inquieto. Era evidente que quería decir algo.
‑¿Qué quieres? ‑le preguntó Catalina Ivanovna.
‑Va descalza, va descalza ‑murmuró el herido, fijando su mirada casi inconsciente en los desnudos piececitos de la niña.
‑¡Calla! ‑gritó Catalina Ivanovna, irritada‑. Bien sabes por qué va descalza.
‑¡Bendito sea Dios! ¡Aquí está el médico! ‑exclamó Raskolnikof alegremente.
Entró el doctor, un viejecito alemán, pulcramente vestido, que dirigió en torno de él una mirada de desconfianza. Se acercó al herido, le tomó el pulso, examinó atentamente su cabeza y después, con ayuda de Catalina Ivanovna, le desabrochó la camisa, empapada en sangre. Al descubrir su pecho, pudo verse que estaba todo magullado y lleno de heridas. A la derecha tenía varias costillas rotas; a la izquierda, en el lugar del corazón, se veía una extensa mancha de color amarillo negruzco y aspecto horrible. Esta mancha era la huella de una violenta patada del caballo. El semblante del médico se ensombreció. El agente de policía le había explicado ya que aquel hombre había quedado prendido a la rueda de un coche y que el vehículo le había llevado a rastras unos treinta pasos.
‑Es inexplicable ‑dijo el médico en voz baja a Raskolnikof‑ que no haya quedado muerto en el acto.
‑En definitiva, ¿cuál es su opinión?
‑Morirá dentro de unos instantes.
‑Entonces, ¿no hay esperanza?
‑Ni la más mínima... Está a punto de lanzar su último suspiro... Tiene en la cabeza una herida gravísima... Se podría intentar una sangría, pero, ¿para qué, si no ha de servir de nada? Dentro de cinco o seis minutos como máximo, habrá muerto.
‑Le ruego que pruebe a sangrarlo.
‑Lo haré, pero ya le he dicho que no producirá ningún efecto, absolutamente ninguno.
En esto se oyó un nuevo ruido de pasos. La multitud que llenaba el vestíbulo se apartó y apareció un sacerdote de cabellos blancos. Venía a dar la extremaunción al moribundo. Le seguía un agente de la policía. El doctor le cedió su puesto, después de haber cambiado con él una mirada significativa. Raskolnikof rogó al médico que no se marchara todavía. El doctor accedió, encogiéndose de hombros.
Se apartaron todos del herido. La confesión fue breve. El moribundo no podía comprender nada. Lo único que podía hacer era emitir confusos e inarticulados sonidos.
Catalina Ivanovna se llevó a Lidotchka y al niño a un rincón ‑el de la estufa‑ y allí se arrodilló con ellos. La niña no hacía más que temblar. El pequeñuelo, descansando con la mayor tranquilidad sobre sus desnudas rodillitas, levantaba su diminuta mano y hacía grandes signos de la cruz y profundas reverencias. Catalina Ivanovna se mordía los labios y contenía las lágrimas. Ella también rezaba y entre tanto, arreglaba de vez en cuando la camisa de su hijito. Luego echó sobre los desnudos hombros de la niña un pañuelo que sacó de la cómoda sin moverse de donde estaba.
Los curiosos habían abierto de nuevo las puertas de comunicación. En el vestíbulo se hacinaba una multitud cada vez más compacta de espectadores. Todos los habitantes de la casa estaban allí reunidos, pero ninguno pasaba del umbral. La escena no recibía más luz que la de un cabo de vela.
En este momento, Polenka, la niña que había ido en busca de su hermana, se abrió paso entre la multitud. Entró en la habitación, jadeando a causa de su carrera, se quitó el pañuelo de la cabeza, buscó a su madre con la vista, se acercó a ella y le dijo:
‑Ya viene. La he encontrado en la calle.
Su madre la hizo arrodillar a su lado.
En esto, una muchacha se deslizó tímidamente y sin ruido a través de la muchedumbre. Su aparición en la estancia, entre la miseria, los harapos, la muerte y la desesperación, ofreció un extraño contraste. Iba vestida pobremente, pero en su barata vestimenta había ese algo de elegancia chillona propio de cierta clase de mujeres y que revela a primera vista su condición.
Sonia se detuvo en el umbral y, con los ojos desorbitados, empezó a pasear su mirada por la habitación. Su semblante tenía la expresión de la persona que no se da cuenta de nada. No pensaba en que su vestido de seda, procedente de una casa de compraventa, estaba fuera de lugar en aquella habitación, con su cola desmesurada, su enorme miriñaque, que ocupaba toda la anchura de la puerta, y sus llamativos colores. No pensaba en sus botines, de un tono claro, ni en su sombrilla, que había cogido a pesar de que en la oscuridad de la noche no tenía utilidad alguna, ni en su ridículo sombrero de paja, adornado con una pluma de un rojo vivo. Bajo este sombrero, ladinamente inclinado, se percibía una carita pálida, enfermiza, asustada, con la boca entreabierta y los ojos inmovilizados por el terror.
Sonia tenía dieciocho años. Era menuda, delgada, rubia y muy bonita; sus azules ojos eran maravillosos. Miraba fijamente el lecho del herido y al sacerdote, sin alientos, como su hermanita, a causa de la carrera. Al fin algunas palabras murmuradas por los curiosos debieron de sacarla de su estupor. Entonces bajó los ojos, cruzó el umbral y se detuvo cerca de la puerta.
El moribundo acababa de recibir la extremaunción. Catalina Ivanovna se acercó al lecho de su esposo. El sacerdote se apartó y antes de retirarse se creyó en el deber de dirigir unas palabras de consuelo a Catalina Ivanovna.
‑¿Qué será de estas criaturas? ‑le interrumpió ella, con un gesto de desesperación, mostrándole a sus hijos.
‑Dios es misericordioso. Confíe usted en la ayuda del Altísimo.
‑¡Sí, sí! Misericordioso, pero no para nosotros.
‑Es un pecado hablar así, señora, un gran pecado ‑dijo el pope sacudiendo la cabeza.
‑¿Y esto no es un pecado? ‑exclamó Catalina Ivanovna, señalando al agonizante.
‑Acaso los que involuntariamente han causado su muerte ofrezcan a usted una indemnización, para reparar, cuando menos, los perjuicios materiales que le han ocasionado al privarla de su sostén.
‑¡No me comprende usted! ‑exclamó Catalina Ivanovna con una mezcla de irritación y desaliento‑. ¿Por qué me han de indemnizar? Ha sido él el que, en su inconsciencia de borracho, se ha arrojado bajo las patas de los caballos. Por otra parte, ¿de qué sostén habla usted? Él no era un sostén para nosotros, sino una tortura. Se lo bebía todo. Se llevaba el dinero de la casa para malgastarlo en la taberna. Se bebía nuestra sangre. Su muerte ha sido para nosotros una ventura, una economía.
‑Hay que perdonar al que muere. Esos sentimientos son un pecado, señora, un gran pecado.
Mientras hablaba con el pope, Catalina Ivanovna no cesaba de atender a su marido. Le enjugaba el sudor y la sangre que manaban de su cabeza, le arreglaba las almohadas, le daba de beber, todo ello sin dirigir ni una mirada a su interlocutor. La última frase del sacerdote la llenó de ira.
‑Padre, eso son palabras y nada más que palabras... ¡Perdonar...! Si no le hubiesen atropellado, esta noche habría vuelto borracho, llevando sobre su cuerpo la única camisa que tiene, esa camisa vieja y sucia, y se habría echado en la cama bonitamente para roncar, mientras yo habría tenido que estar trajinando toda la noche. Habría tenido que lavar sus harapos y los de los niños; después, ponerlos a secar en la ventana, y, finalmente, apenas apuntara el día, los habría tenido que remendar. ¡Así habría pasado yo la noche! No, no quiero oír hablar de perdón... Además, ya le he perdonado.
Un violento ataque de tos le impidió continuar. Escupió en su pañuelo y se lo mostró al sacerdote con una mano mientras con la otra se apretaba el pecho convulsivamente. El pañuelo estaba manchado de sangre.
EL sacerdote bajó la cabeza y nada dijo.
Marmeladof agonizaba. No apartaba los ojos de Catalina Ivanovna, que se había inclinado nuevamente sobre él. El moribundo quería decir algo a su esposa y movía la lengua, pero de su boca no salían sino sonidos inarticulados. Catalina Ivanovna, comprendiendo que quería pedirle perdón, le gritó con acento imperioso:
‑¡Calla! No hace falta que digas nada. Ya sé lo que quieres decirme.
El agonizante renunció a hablar, pero en este momento su errante mirada se dirigió a la puerta y descubrió a Sonia. Marmeladof no había advertido aún su presencia, pues la joven estaba arrodillada en un rincón oscuro.
‑¿Quién es? ¿Quién es? ‑preguntó ansiosamente, con voz ahogada y ronca, indicando con los ojos, que expresaban una especie de horror, la puerta donde se hallaba su hija. Al mismo tiempo intentó incorporarse.
‑¡Quieto! ¡Quieto! ‑exclamó Catalina Ivanovna.
Pero él, con un esfuerzo sobrehumano, consiguió incorporarse y permanecer unos momentos apoyado sobre sus manos. Entonces observó a su hija con amarga expresión, fijos y muy abiertos los ojos. Parecía no reconocerla. Jamás la había visto vestida de aquel modo. Allí estaba Sonia, insignificante, desesperada, avergonzada bajo sus oropeles, esperando humildemente que le llegara el turno de decir adiós a su padre. De súbito, el rostro de Marmeladof expresó un dolor infinito.
‑¡Sonia, hija mía, perdóname! ‑exclamó.
Y al intentar tender sus brazos hacia ella, perdió su punto de apoyo y cayó pesadamente del diván, quedando con la faz contra el suelo. Todos se apresuraron a recogerlo y a depositarlo nuevamente en el diván. Pero aquello era ya el fin. Sonia lanzó un débil grito, abrazó a su padre y quedó como petrificada, con el cuerpo inanimado entre sus brazos. Así murió Marmeladof.
‑¡Tenía que suceder! ‑exclamó Catalina Ivanovna mirando al cadáver de su marido‑. ¿Qué haré ahora? ¿Cómo te enterraré? ¿Y cómo daré de comer mañana a mis hijos?
Raskolnikof se acercó a ella.
‑Catalina Ivanovna ‑le dijo‑, la semana pasada, su difunto esposo me contó la historia de su vida y todos los detalles de su situación. Le aseguro que hablaba de usted con la veneración más entusiasta. Desde aquella noche en que vi cómo les quería a todos ustedes, a pesar de sus flaquezas, y, sobre todo, cómo la respetaba y la amaba a usted, Catalina Ivanovna, me consideré amigo suyo. Permítame, pues, que ahora la ayude a cumplir sus últimos deberes con mi difunto amigo. Tenga..., veinticinco rublos. Tal vez este dinero pueda serle útil... Y yo..., en fin, ya volveré... Sí, volveré seguramente mañana... Adiós. Ya nos veremos.
Salió a toda prisa de la habitación, se abrió paso vivamente entre la multitud que obstruía el rellano de la escalera, y se dio de manos a boca con Nikodim Fomitch, que había sido informado del accidente y había decidido realizar personalmente las diligencias de rigor. No se habían visto desde la visita de Raskolnikof a la comisaría, pero Nikodim Fomitch lo reconoció al punto.
‑¿Usted aquí?‑exclamó.
‑Sí ‑repuso Raskolnikof‑. Han venido un médico y un sacerdote. No le ha faltado nada. No moleste demasiado a la pobre viuda: está enferma del pecho. Reconfórtela si le es posible... Usted tiene buenos sentimientos, no me cabe duda ‑y, al decir esto, le miraba irónicamente.
‑Va usted manchado de sangre ‑dijo Nikodim Fomitch, al ver, a la luz del mechero de gas, varias manchas frescas en el chaleco de Raskolnikof.
‑Sí, la sangre ha corrido sobre mí. Todo mi cuerpo está cubierto de sangre.
Dijo esto con un aire un tanto extraño. Después sonrió, saludó y empezó a bajar la escalera.
Iba lentamente, sin apresurarse, inconsciente de la fiebre que le abrasaba, poseído de una única e infinita sensación de nueva y potente vida que fluía por todo su ser. Aquella sensación sólo podía compararse con la que experimenta un condenado a muerte que recibe de pronto el indulto.
Al llegar a la mitad de la escalera fue alcanzado por el pope, que iba a entrar en su casa. Raskolnikof se apartó para dejarlo pasar. Cambiaron un saludo en silencio. Cuando llegaba a los últimos escalones, Raskolnikof oyó unos pasos apresurados a sus espaldas. Alguien trataba de darle alcance. Era Polenka. La niña corría tras él y le gritaba:
‑¡Oiga, oiga!
Raskolnikof se volvió. Polenka siguió bajando y se detuvo cuando sólo la separaba de él un escalón. Un rayo de luz mortecina llegaba del patio. Raskolnikof observó la escuálida pero linda carita que le sonreía y le miraba con alegría infantil. Era evidente que cumplía encantada la comisión que le habían encomendado.
‑Escuche: ¿cómo se llama usted...? ¡Ah!, ¿y dónde vive? ‑preguntó precipitadamente, con voz entrecortada.
Él apoyó sus manos en los hombros de la niña y la miró con una expresión de felicidad. Ni él mismo sabía por qué se sentía tan profundamente complacido al contemplar a Polenka así.
‑¿Quién te ha enviado?
‑Mi hermana Sonia ‑respondió la niña, sonriendo más alegremente aún que antes.
‑Lo sabía, estaba seguro de que te había mandado Sonia.
‑Y mamá también. Cuando mi hermana me estaba dando el recado, mamá se ha acercado y me ha dicho: «¡Corre, Polenka!
‑¿Quieres mucho a Sonia?
‑La quiero más que a nadie ‑repuso la niña con gran firmeza. Y su sonrisa cobró cierta gravedad.
‑¿Y a mí? ¿Me querrás?
La niña, en vez de contestarle, acercó a él su carita, contrayendo y adelantando los labios para darle un beso. De súbito, aquellos bracitos delgados como cerillas rodearon el cuello de Raskolnikof fuertemente, muy fuertemente, y Polenka, apoyando su infantil cabecita en el hombro del joven, rompió a llorar, apretándose cada vez más contra él.
‑¡Pobre papá! ‑exclamó poco después, alzando su rostro bañado en lágrimas, que secaba con sus manos‑. No se ven más que desgracias ‑añadió inesperadamente, con ese aire especialmente grave que adoptan los niños cuando quieren hablar como las personas mayores.
‑¿Os quería vuestro padre?
‑A la que más quería era a Lidotchka ‑dijo Polenka con la misma gravedad y ya sin sonreír‑, porque es la más pequeña y está siempre enferma. A ella le traía regalos y a nosotras nos enseñaba a leer, y también la gramática y el catecismo ‑añadió con cierta arrogancia‑. Mamá no decía nada, pero nosotros sabíamos que esto le gustaba, y papá también lo sabía; y ahora mamá quiere que aprenda francés, porque dice que ya tengo edad para empezar a estudiar.
‑¿Y las oraciones? ¿Las sabéis?
‑¡Claro! Hace ya mucho tiempo. Yo, como soy ya mayor, rezo bajito y sola, y Kolia y Lidotchka rezan en voz alta con mamá. Primero dicen la oración a la Virgen, después otra: «Señor, perdona a nuestro otro papá y bendícelo.» Porque nuestro primer papá se murió, y éste era el segundo, y nosotros rezábamos también por el primero.
‑Poletchka, yo me llamo Rodion. Nómbrame también alguna vez en tus oraciones... «Y también a tu siervo Rodion...» Basta con esto.
‑Toda mi vida rezaré por usted ‑respondió calurosamente la niña.
Y de pronto se echó a reír, se arrojó sobre Raskolnikof y otra vez le rodeó el cuello con los brazos.
Raskolnikof le dio su nombre y su dirección y le prometió volver al día siguiente. La niña se separó de él entusiasmada. Ya eran más de las diez cuando el joven salió de la casa. Cinco minutos después se hallaba en el puente, en el lugar desde donde la mujer se había arrojado al agua.
«¡Basta! ‑se dijo en tono solemne y enérgico‑. ¡Atrás los espejismos, los vanos terrores, los espectros...! La vida está conmigo... ¿Acaso no la he sentido hace un momento? Mi vida no ha terminado con la de la vieja. Que Dios la tenga en la gloria. ¡Ya era hora de que descansara! Hoy empieza el reinado de la razón, de la luz, de la voluntad, de la energía... Pronto se verá...»
Lanzó esta exclamación con arrogancia, como desafiando a algún poder oculto y maléfico.
«¡Y pensar que estaba dispuesto a contentarme con la plataforma rocosa rodeada de abismos!
»Estoy muy débil, pero me siento curado... Yo sabía que esto había de suceder, lo he sabido desde el momento en que he salido de casa... A propósito: el edificio Potchinkof está a dos pasos de aquí. Iré a casa de Rasumikhine. Habría ido aunque hubiese tenido que andar mucho más... Dejémosle ganar la apuesta y divertirse. ¿Qué importa eso...? ¡Ah!, hay que tener fuerzas, fuerzas... Sin fuerzas no puede uno hacer nada. Y estas fuerzas hay que conseguirlas por la fuerza. Esto es lo que ellos no saben.»
Pronunció estas últimas palabras con un gesto de resolución, pero arrastrando penosamente los pies. Su orgullo crecía por momentos. Un gran cambio en el modo de ver las cosas se estaba operando en el fondo de su ser. Pero ¿qué había ocurrido? Sólo un suceso extraordinario había podido producir en su alma, sin que él lo advirtiera, semejante cambio. Era como el náufrago que se aferra a la más endeble rama flotante. Estaba convencido de que podía vivir, de que «su vida no había terminado con la de la vieja». Era un juicio tal vez prematuro, pero él no se daba cuenta.
«Sin embargo ‑recordó de pronto‑, he encargado que recen por el siervo Rodion. Es una medida de precaución muy atinada.»
Y se echó a reír ante semejante puerilidad. Estaba de un humor excelente.
Le fue fácil encontrar la habitación de Rasumikhine, pues el nuevo inquilino ya era conocido en la casa y el portero le indicó inmediatamente dónde estaba el departamento de su amigo. Aún no había llegado a la mitad de la escalera y ya oyó el bullicio de una reunión numerosa y animada. La puerta del piso estaba abierta y a oídos de Raskolnikof llegaron fuertes voces de gente que discutía. La habitación de Rasumikhine era espaciosa. En ella había unas quince personas. Raskolnikof se detuvo en el vestíbulo. Dos sirvientes de la patrona estaban muy atareados junto a dos grandes samovares rodeados de botellas, fuentes y platos llenos de entremeses y pastelillos procedentes de casa de la dueña del piso. Raskolnikof preguntó por Rasumikhine, que acudió al punto con gran alegría. Se veía inmediatamente que Rasumikhine había bebido sin tasa y, aunque de ordinario no había medio de embriagarle, era evidente que ahora estaba algo mareado.
‑Escucha ‑le dijo con vehemencia Raskolnikof‑. He venido a decirte que has ganado la apuesta y que, en efecto, nadie puede predecir lo que hará. En cuanto a entrar, no me es posible: estoy tan débil, que me parece que voy a caer de un momento a otro. Por lo tanto, adiós. Ven a verme mañana.
‑¿Sabes lo que voy a hacer? Acompañarte a tu casa. Cuando tú dices que estás débil...
‑¿Y tus invitados...? Oye, ¿quién es ese de cabello rizado que acaba de asomar la cabeza?
‑¿Ése? ¡Cualquiera sabe! Tal vez un amigo de mi tío... O alguien que ha venido sin invitación... Dejaré a los invitados con mi tío. Es un hombre extraordinario. Es una pena que no puedas conocerle... Además, ¡que se vayan todos al diablo! Ahora se burlan de mí. Necesito refrescarme. Has llegado oportunamente, querido. Si tardas diez minutos más, me pego con alguien, palabra de honor. ¡Qué cosas tan absurdas dicen! No te puedes imaginar lo que es capaz de inventar la mente humana. Pero ahora pienso que sí que te lo puedes imaginar. ¿Acaso no mentimos nosotros? Dejémoslos que mientan: no acabarán con las mentiras... Espera un momento: voy a traerte a Zosimof.
Zosimof se precipitó sobre Raskolnikof ávidamente. Su rostro expresaba una profunda curiosidad, pero esta expresión se desvaneció muy pronto.
‑Debe ir a acostarse inmediatamente ‑dijo, después de haber examinado a su paciente‑, y tomará usted, antes de irse a la cama, uno de estos sellos que le he preparado. ¿Lo tomará?
‑Como si quiere usted que tome dos.
El sello fue ingerido en el acto.
‑Haces bien en acompañarlo a casa ‑dijo Zosimof a Rasumikhine‑. Ya veremos cómo va la cosa mañana. Pero por hoy no estoy descontento. Observo una gran mejoría. Esto demuestra que no hay mejor maestro que la experiencia.
‑¿Sabes lo que me ha dicho Zosimof en voz baja ahora mismo, cuando salíamos? ‑murmuró Rasumikhine apenas estuvieron en la calle‑. No te lo diré todo, querido: son cosas de imbéciles... Pues Zosimof me ha dicho que charlase contigo por el camino y te tirase de la lengua para después contárselo a él todo. Cree que tú... que tú estás loco, o que te falta poco para estarlo. ¿Te has fijado? En primer lugar, tú eres tres veces más inteligente que él; en segundo, como no estás loco, puedes burlarte de esta idea disparatada, y, finalmente, ese fardo de carne especializado en cirugía está obsesionad desde hace algún tiempo por las enfermedades mentales. Pero algo le ha hecho cambiar radicalmente el juicio que había formado sobre ti, y es la conversación que has tenido con Zamiotof.
‑Por lo visto, Zamiotof te lo ha contado todo.
‑Todo. Y ha hecho bien. Esto me ha aclarado muchas cosas. Y a Zamiotof también... Sí, Rodia..., el caso es... Hay que reconocer que estoy un poco chispa..., ¡pero no importa...! El caso es que... Tenían cierta sospecha, ¿comprendes...?, y ninguno de ellos se atrevía a expresarla, ¿comprendes...?, porque era demasiado absurda... Y cuando han detenido a ese pintor de paredes, todo se ha disipado definitivamente. ¿Por qué serán tan estúpidos...? Por poco le pego a Zamiotof aquel día... Pero que quede esto entre nosotros, querido; no dejes ni siquiera entrever que sabes nada del incidente. He observado que es muy susceptible. La cosa ocurrió en casa de Luisa... Pero hoy..., hoy todo está aclarado. El principal responsable de este absurdo fue Ilia Petrovitch, que no hacía más que hablar de tu desmayo en la comisaría. Pero ahora está avergonzado de su suposición, pues yo sé que...
Raskolnikof escuchaba con avidez. Rasumikhine hablaba más de lo prudente bajo la influencia del alcohol.
‑Yo me desmayé ‑dijo Raskolnikof‑ porque no pude resistir el calor asfixiante que hacía allí, ni el olor a pintura.
‑No hace falta buscar explicaciones. ¡Qué importa el olor a pintura! Tú llevabas enfermo todo un mes; Zosimof así lo afirma... ¡Ah! No puedes imaginarte la confusión de ese bobo de Zamiotof. Yo no valgo ‑ha dicho‑ ni el dedo meñique de ese hombre.» Es decir, del tuyo. Ya sabes, querido, que él da a veces pruebas de buenos sentimientos. La lección que ha recibido hoy en el Palacio de Cristal ha sido el colmo de la maestría. Tú has empezado por atemorizarlo, pero atemorizarlo hasta producirle escalofríos. Le has llevado casi a admitir de nuevo esa monstruosa estupidez, y luego, de pronto, le has sacado la lengua... Ha sido perfecto. Ahora se siente apabullado, pulverizado. Eres un maestro, palabra, y ellos han recibido lo que merecen. ¡Qué lástima que yo no haya estado allí! Ahora él te estaba esperando en mi casa con ávida impaciencia. Porfirio también está deseoso de conocerte.
‑‑¿También Porfirio...? Pero dime: ¿por qué me han creído loco?
‑Tanto como loco, no... Yo creo, querido, que he hablado demasiado... A él le llamó la atención que a ti sólo te interesara este asunto... Ahora ya comprende la razón de este interés... porque conoce las circunstancias... y el motivo de que entonces te irritara. Y ello, unido a ese principio de enfermedad... Estoy un poco borracho, querido, pero el diablo sabe que a Zosimof le ronda una idea por la cabeza... Te repito que sólo piensa en enfermedades mentales... Tú no debes hacerle caso.
Los dos permanecieron en silencio durante unos segundos.
‑Óyeme, Rasumikhine ‑dijo Raskolnikof‑: quiero hablarte francamente. Vengo de casa de un difunto, que era funcionario... He dado a la familia todo mi dinero. Además, me ha besado una criatura de un modo que, aunque verdaderamente hubiera matado yo a alguien... Y también he visto a otra criatura que llevaba una pluma de un rojo de fuego... Pero estoy divagando... Me siento muy débil... Sostenme... Ya llegamos.
‑¿Qué te pasa? ¿Qué tienes? ‑preguntó Rasumikhine, inquieto.
‑La cabeza se me va un poco, pero no se trata de esto. Es que me siento triste, muy triste..., sí, como una damisela... ¡Mira! ¿Qué es eso? ¡Mira, mira...!
‑¿Adónde?
‑Pero ¿no lo ves? ¡Hay luz en mi habitación! ¿No la ves por la rendija?
Estaban en el penúltimo tramo, ante la puerta de la patrona, y desde allí se podía ver, en efecto, que en la habitación de Raskolnikof había luz. .
‑¡Qué raro! ¿Será Nastasia?‑dijo Rasumikhine.
‑Nunca sube a mi habitación a estas horas. Seguro que hace ya un buen rato que está durmiendo... Pero no me importa lo más mínimo. Adiós; buenas noches.
‑¿Cómo se te ha ocurrido que pueda dejarte? Te acompañaré hasta tu habitación. Entraremos juntos.
‑Eso ya lo sé. Pero quiero estrecharte aquí la mano y decirte adiós. Vamos, dame la mano y digámonos adiós.
‑Pero ¿qué demonios te pasa, Rodia?
‑Nada. Vamos. Lo verás por tus propios ojos.
Empezaron a subir los últimos escalones, mientras Rasumikhine no podía menos de pensar que Zosimof tenía tal vez razón.
«A lo mejor, lo he trastornado con mi charla se dijo.
Ya estaban cerca de la puerta, cuando, de súbito, oyeron voces en la habitación.
‑Pero ¿qué pasa? ‑exclamó Rasumikhine.
Raskolnikof cogió el picaporte y abrió la puerta de par en par. Y cuando hubo abierto, se quedó petrificado. Su madre y su hermana estaban sentadas en el diván. Le esperaban desde hacía hora y media. ¿Cómo se explicaba que Raskolnikof no hubiera pensado ni remotamente que podía encontrarse con ellas, siendo así que aquel mismo día le habían anunciado dos veces su inminente llegada a Petersburgo?
Durante la hora y media de espera, las dos mujeres no habían cesado de hacer preguntas a Nastasia, que estaba aún ante ellas y las había informado de todo cuanto sabía acerca de Raskolnikof. Estaban aterradas desde que la sirvienta les había dicho que el huésped había salido de casa enfermo y seguramente bajo los efectos del delirio.
‑Señor..., ¿qué será de él?
Y lloraban las dos. Habían sufrido lo indecible durante la larga espera.
Un grito de alegría acogió a Raskolnikof. Las dos mujeres se arrojaron sobre él. Pero él permanecía inmóvil, petrificado, como si repentinamente le hubieran arrancado la vida. Un pensamiento súbito, insoportable, lo había fulminado. Raskolnikof no podía levantar los brazos para estrecharlas entre ellos. No podía, le era materialmente imposible.
Su madre y su hermana, en cambio, no cesaban de abrazarlo, de estrujarlo, de llorar, de reír... Él dio un paso, vaciló y rodó por el suelo, desvanecido.
Gran alarma, gritos de horror, gemidos. Rasumikhine, que se había quedado en el umbral, entró presuroso en la habitación, levantó al enfermo con sus atléticos brazos y, en un abrir y cerrar de ojos, lo depositó en el diván.
‑¡No es nada, no es nada! ‑gritaba a la hermana y a la madre‑. Un simple mareo. El médico acaba de decir que está muy mejorado y que se curará por completo... Traigan un poco de agua... Miren, ya recobra el conocimiento.
Atenazó la mano de Dunetchka tan vigorosamente como si pretendiera triturársela y obligó a la joven a inclinarse para comprobar que, efectivamente, su hermano volvía en sí.
Tanto la hermana como la madre miraban a Rasumikhine con tierna gratitud, como si tuviesen ante sí a la misma Providencia. Sabían por Nastasia lo que había sido para Rodia, durante toda la enfermedad, aquel «avispado joven», como Pulquería Alejandrovna Raskolnikof le llamó aquella misma noche en una conversación íntima que sostuvo con su hija Dunia.

lunes, 16 de marzo de 2009

Julio Verne (Francia; Nantes 08/02/1828 - Amiens 24-03-1905)
Julio Gabriel Verne, nacido en Nantes el 8 de febrero de 1828 y fallecido en Amiens el 24 de marzo de 1905, es considerado junto a Herbert George Wells uno de los padres de la ciencia ficción, pero al escuchar esto el dijo: "algunos de mis amigos han dicho que su trabajo se parece mucho al mio pero creo que se equivocan, lo considero un escritor puramente imaginativo digno de los mas grandes elogios, pero nuestros métodos son completamente diferentes; en mis novelas siempre e tratado de apoyar mis pretendidas invenciones sobre una base de hechos reales, utilizar para su puesta en escena métodos y materiales que no sobrepasen los limites del saber hacer y los conocimientos tecnicos contemporáneos. Por otra parte las creaciones del señor Wells pertenecen a un conocimiento científico bastante lejano del presente pero para no decir que completamente mas allá de los posible".
Pero aunque Verne sea comparado con el señor Wells lo visto en el presente revela que ha tenido que vivir en un entorno muy extraño para su época; puesto que hoy en dia las cosas escritas en sus novelas existen hoy en dia (cosas que en la época de Verne no existian "aun"). Las obras de Verne, tenía la peculiaridad de que primero eran publicadas por partes y después de algunos meses o años, lo publicaba en un solo tomo, en algún periódico o en alguna tienda. En su obras a adelantado objetos usados hoy en dia como el submarino (20000 leguas de viaje submarino), la televiso (las aventuras de clovis dardentor), los cohetes espaciales (de la tierra a la luna - viaje alrededor de la luna), entre otros. pero también vaticino hechos de la historia por ejemplo los ataques a hiroshima y nagasaki en la segunda guerra mundial (ante la bandera), adolfo hitler (los quinientos millones de la begun), el descubrimiento de los afluentes del nilo (cinco semanas en globo) entre otros.
La expoliación mas creíble y posiblemente cierta para que anticipara tantas cosas, es que Verne pertenecía a una sociedad secreta que se llama niebla(en ingles fog) fundada en el siglo XVI que tenia como base una historia griega, su símbolo era el grifo y su libro de cabecera era "el Sueño de Polifilo" cuyo titulo hace recordar a Fileas Fogg el personaje principal de la novela de Verne "La vuelta al Mundo en 80 días y para reforzar la creencia de que pertenecía a una sociedad secreta en la cual se sabia lo que iba a ocurrir y lo que se iba a inventar (probablemente porque ya lo habían creado).Verne falleció a causa de un disparo en la pierna que le dio su sobrino (que se cree también fue parte de la sociedad niebla y el disparo que le dio fue el castigo por revelar lo que solo ellos sabían).