El Subjefe de Policía caminó por un corto y estrecho pasaje que parecía una trinchera mojada y lodosa, luego cruzó una amplia avenida y entró en un edificio público donde solicitó hablar con el joven secretario privado (sin renta) de un importante personaje.
Ese joven rubio, lampiño, cuyo pelo peinado simétricamente le daba el aspecto de un escolar grande y pulcro, respondió al pedido del Subjefe con aire de duda y el aliento entrecortado.
—¿Si querrá verlo a usted? No sé qué decirle al respecto. Hace una hora salió de la Cámara, caminando, para hablar con el Subsecretario Permanente y ahora está por volverse. Lo deben haber llamado; pero supongo que habrá ido para hacer un poco de ejercicio: es todo el que logrará hacer mientras dure esta sesión. No me quejo; más bien me alegro de estos pequeños paseos. Él se apoya en mi brazo y no abre los labios. Pero está muy cansado, le aseguro, y... bueno... no es el más dulce de sus días el de hoy.
—Se trata del asunto de Greenwich.
—¡Oh! ¡Vaya! Está muy enojado con ustedes. Pero iré a ver, si usted insiste.
—Hágalo. Eso se llama ser un buen chico dijo el Subjefe.
El secretario sin renta se sentía admirado ante tanta decisión.
Compuso una expresión inocente en su cara, abrió una puerta y avanzó con la seguridad de un niño hermoso y privilegiado. De inmediato reapareció, e hizo un gesto con la cabeza al Subjefe que, tras pasar por la misma puerta abierta para él, se encontró en una amplia sala frente al importante personaje.
Corpulento y alto, con una larga cara blanca, que remataba en una gran papada y parecía un huevo guarnecido por delgadas patillas grisáceas, el gran personaje impresionaba como un individuo que hubiese sido agrandado. Su ropa no lo favorecía en nada; el cruce de su saco negro daba la impresión de que la abotonadura de la prenda hubiese sido estirada al máximo. Desde la cabeza, asentada sobre un cuello grueso, los ojos, con los párpados inferiores hinchados, miraban con una arrogante inclinación a los costados de una nariz ganchuda y agresiva, de noble prominencia en la amplia superficie pálida de la cara. Un sombrero de copa brillante y un par de guantes gastados reposaban, ya listos, en la punta de una gran mesa que también parecía agrandada, enorme.
Este hombre estaba parado frente a la chimenea sobre sus grandes y holgados botines. No dijo una sola palabra de saludo.
—Quisiera saber si esto es el comienzo de otra campaña de dinamita— preguntó de inmediato con voz suave y profunda—. No se pierda en detalles, no tengo tiempo.
Frente a este personaje, la figura del Subjefe de Policía tenía la frágil delgadez de una caña comparada con un roble. Y por cierto que la foja intachable de los antepasados de ese hombre sobrepasaba en número de centurias al roble más antiguo del país.
—No. En la medida en que la objetividad es posible, puedo asegurarle que no.
—Sí. Pero su idea de la seguridad— dijo el importante hombre con un ademán desdeñoso de su mano hacia la ventana que daba a la avenida exterior— parece consistir en hacer que el Secretario de Estado quede como un idiota. En este mismo salón, hace menos de un mes atrás, me dijeron que sucesos de este tipo era imposible que ocurrieran.
El Subjefe de Policía echó una mirada tranquila en dirección a la ventana.
—Permítame recordarle, Sir Ethelred, que hasta ahora no he tenido oportunidad de darle seguridades de ninguna índole.
Los ojos soberbios se inclinaron ahora para enfocar al Subjefe.
—Es verdad— confesó con voz profunda, suave—. Mandé llamar a Heat. Usted es todavía un novicio en su empleo. ¿Y cómo le va por allá?
—Creo que voy aprendiendo algo todos los días.
—Por supuesto, por supuesto. Espero que adelante.
—Gracias, Sir Ethelred. He aprendido algo hoy, incluso en esta hora pasada, más o menos. Hay muchas cosas en este asunto que no tienen el aspecto habitual de un atentado anarquista, incluso si se lo mira hasta sus últimas profundidades. Por eso estoy aquí.
El gran hombre puso los brazos en jarras; el dorso de sus manos se apoyaba en las caderas.
—Bien. Prosiga. Sin detalles, por favor. Ahórreme los detalles.
—No voy a molestarlo con ellos, Sir Ethelred— comenzó el Subjefe con una seguridad tranquila y sin atribulaciones. Mientras iba hablando, detrás de la espalda del gran hombre las manos del reloj— una masa pesada y resplandeciente de sólidas volutas, del mismo mármol oscuro que la chimenea, con un tictac fantasmagórico y sordo— recorrieron el espacio de siete minutos. El Subjefe habló con estudiada fidelidad en estilo parentético, en el que cada pequeño hecho— es decir, cada detalle encajaba con deliciosa holgura. No hubo ni un murmullo ni un gesto de interrupción. El gran personaje podía haber sido la estatua de uno de sus principescos ancestros, desprovisto del equipo de guerra de un cruzado y metido dentro de una mal entallada levita. El Subjefe sintió que tenía vía libre para hablar durante una hora. Pero se dominó y al cabo del tiempo antes mencionado, desembocó en una repentina conclusión, que al reproducir el aserto que abriera la entrevista, sorprendió en forma agradable a Sir Ethelred por su aparente prontitud y fuerza.
—La clase de hecho que subyace en este asunto, sin gravedad por otro lado, no es común— al menos en esta forma— y requiere tratamiento especial.
El tono de Sir Ethelred se profundizó, pleno de convicción.
—Creo que debe ser así... ya que está involucrado el embajador de un país extranjero.
—¡Oh! ¡El embajador!— protestó el otro, erguido y flaco, permitiéndose no más que una media sonrisa—. Sería tonto de mi parte insinuar algo en ese sentido. Y es absolutamente innecesario porque, si no estoy errado en mis conjeturas, es un simple detalle que se trate del embajador o del portero.
Sir Ethelred abrió una boca enorme, como una caverna, en la que la nariz ganchuda parecía estar ansiosa por hundirse; de ahí provino un sonido quebrado, descolorido, como si viniera de un órgano distante, con registro de indignación despreciativa.
—¡No! Esta gente es insoportable. ¿Qué quieren hacer importando sus métodos de la Crimea tártara? Un turco tendría más decencia.
—Usted olvida; Sir Ethelred, que no sabemos, hasta ahora, nada objetivo, si hablamos con propiedad.
—¡No! ¿Pero cómo define esto, en pocas palabras?
—Descarada audacia que se incrementa con una peculiar puerilidad.
—No podemos tolerar la inocencia de chiquitos sucios— dijo el importante personaje, inflándose un poco más, por decir así. La mirada altiva se abatió aplastante sobre la alfombra, a los pies del Subjefe—.
Tenemos que darles un buen golpe en los nudillos por este asunto.
Debemos estar en posición de... ¿Qué piensa usted, en general, dicho en pocas palabras? No necesita detallar nada.
—No, Sir Ethelred. En principio, yo establecería que la existencia de agentes secretos no debe ser tolerada, ya qué tiende a aumentar los objetivos peligros del mal contra el que se los usa. Que los espías se fabrican su propia información es un perfecto lugar común. Pero en la esfera de la acción política y revolucionaria, que en parte descansa en la violencia, el espía profesional tiene todas las facilidades para fabricar los hechos mismos y desplegar el doble flagelo de la emulación, en un sentido, y del pánico, la legislación precipitada, el odio irreflexivo, en otro. Sin embargo, éste es un mundo imperfecto...
El personaje de la voz profunda, parado sobre la alfombra de la chimenea, inmóvil, con los grandes codos hacia afuera, dijo con precipitación:
—Sea conciso, por favor.
—Sí, Sir Ethelred... un mundo imperfecto. Por lo tanto, el carácter mismo de este asunto me ha sugerido que debe ser tratado con especial secreto y por ello me atreví a venir aquí.
—Muy bien— aprobó el personaje, mirando con complacencia desde el tope de su doble mentón—. Me complace que en su negocio haya alguien que piense que de cuando en cuando debe confiarse en el Secretario de Estado.
El Subjefe de Policía sonrió, divertido.
—En verdad estaba pensando que lo mejor, en este punto, sería reemplazar a Heat por...
—¡Qué! ¿Heat? Un asno, ¿eh?— exclamó el gran hombre, con clara animosidad.
—De ningún modo. Le ruego, Sir Ethelred, que no malinterprete mis observaciones.
—Entonces ¿qué? ¿Listo a medias?
—No... al menos no por regla general. Todas las bases para mis conjeturas las proporcionó él. Lo único que descubrí por mí mismo es que estuvo utilizando a ese hombre en forma privada. ¿Quién podría acusarlo por eso? Es un policía de la vieja escuela. Virtualmente me dijo que tiene que tener herramientas para poder trabajar. A mí se me ocurre que esta herramienta debe estar al servicio de la división de crímenes especiales en su conjunto, en lugar de seguir siendo propiedad privada del jefe Inspector Heat. He entendido mi concepto de nuestros deberes departamentales a la supresión del agente secreto.
Pero el Jefe Inspector Heat tiene un criterio anticuado. Me acusaría de pervertir la moral y de atacar la eficiencia de nuestra división. Amargamente definiría ese acto como protector del grupo criminal de los revolucionarios.
—Sí, ¿Pero usted qué quiere?
—Quiero decir, en primer térmico, que es una flaca conveniencia el estar en condiciones de declarar que cualquier acto violento, daño a la propiedad o destrucción de vidas humanas no es trabajo del anarquismo; sino de algo completamente distinto, algún tipo de bandidaje autorizado.
Y, me imagino yo, esto es mucho más frecuente de lo que suponemos.
En segundo lugar, es obvio que la existencia de esas personas a sueldo de gobiernos extranjeros destruye hasta cierto punto la eficiencia de nuestra vigilancia. Un espía de ese tipo está en condiciones de ser más temerario que el más temerario de los conspiradores. Su tarea está libre de cualquier limitación; no tiene toda la fe que se necesita para el nihilismo absoluto, ni el respeto por la ley que implica la desobediencia a ella. En tercer lugar, la existencia de esos espías entre los grupos revolucionarios, que se nos reprocha estar amparando, tiene que cesar por completo. Usted escuchó una afirmación tranquilizadora del Inspector Heat, hace un tiempo. No eran palabras sin base... sin embargo, tenemos ahora este episodio. Lo llamo episodio, porque este asunto, me arriesgo a asegurarlo, es episódico; no integra ningún plan general, por descabellado que fuese. Las mismas peculiaridades que sorprenden y dejan perplejo al jefe Inspector Heat son, a mis ojos, las que determinan sus características. Estoy dejando de lado los detalles, Sir Ethelred.
El personaje parado frente a la chimenea había prestado profunda atención.
—Eso es. Sea lo más conciso posible.
El Subjefe indicó con gesto formal y deferente que estaba ansioso por ser conciso.
—Hay una especial idiotez y debilidad en la ejecución de este asunto, que me da excelentes esperanzas de llegar hasta el fondo y encontrar allí algo más que un capricho individual y fanático. Sin duda se trata de algo planeado. El virtual ejecutor parece haber sido llevado de la mano al lugar y luego abandonado a toda prisa, para que se arreglara por sus propios medios. Se infiere que fue traído del exterior con la finalidad de cometer este atentado. A la vez estamos forzados a deducir que no debía saber suficiente inglés como para preguntar por su camino, a menos que aceptemos la fantástica teoría de que se trataba de un sordomudo. Me pregunto ahora... pero es absurdo. Se mató en forma accidental, es evidente. No es un accidente extraordinario. Pero queda un pequeño hecho extraordinario: la dirección que tenía en su abrigo, descubierta por el más casual de los accidentes. Es un hecho pequeño e increíble; tan increíble que explicarlo puede llevarnos hasta el mismo fondo de este problema. En lugar de ordenar a Heat que siga en el caso, me propongo buscar personalmente esa explicación... por mí mismo, quiero decir, en donde haya que buscarla. Y está en cierto negocio de Brett Street, en los labios de cierto agente secreto, que en una época fue espía confidencial del difunto Barón Stott—Wartenheim, embajador de una gran potencia ante la corte de St. James.
El Subjefe hizo una pausa y luego agregó:
—Esos tipos son una peste perfecta. A fin de elevar su mirada altiva a la cara del que hablaba, el personaje parado sobre la alfombra de la chimenea había inclinado su cabeza hacia atrás, gradualmente; esa posición le daba un notorio aire arrogante.
—¿Por qué no dejarle el asunto a Heat?
—Porque es un policía a la vieja usanza. Y esos tienen su propia moralidad. Mi sistema de pesquisa le parecería una horrenda perversión del deber. Para él, el deber consiste en imputar la culpabilidad a tantos anarquistas prominentes como pueda, sobre la base del más mínimo de los indicios que haya encontrado en el curso de su examen del lugar del hecho; en tanto que yo según diría él soy proclive a reivindicar la inocencia de esa gente. Trato de ser lo más conciso posible presentándole este oscuro asunto sin detalles.
—¿Diría? ¿Lo diría?— musitó la altiva cabeza de Sir Ethelred, desde su encumbrada eminencia.
—Eso me temo... con una indignación y un disgusto del que ni usted ni yo tenemos la menor idea. Él es un excelente servidor. No debemos abrigar sospechas indebidas respecto de su lealtad; siempre es un error hacerlo. Además, quiero libertad de acción, mayor libertad que la que sería conveniente otorgarle al jefe Inspector Heat. No tengo el menor deseo de perdonar a este individuo Verloc. Se aterrará, me supongo, al comprobar qué rápidamente se encontró una conexión, cualquiera que sea, entre él y este asunto. Asustarlo no será muy difícil.
Pero nuestro verdadero objetivo está detrás de él, en alguna parte.
Quiero que usted me autorice a darle todas las garantías de seguridad personal que yo estime adecuadas.
—Por supuesto— dijo el personaje parado frente a la chimenea—. Investigue todo lo que pueda; investigue a su propio modo.
— Voy a empezar sin pérdida de tiempo, esta misma noche dijo el Subjefe.
Sir Ethelred puso una mano bajo los faldones de su levita y, echando atrás la cabeza, lo miró con fijeza.
—Tenemos una sesión muy larga esta noche. Venga a la Cámara con sus descubrimientos, si todavía no nos hemos retirado. Le advertiré a Toodles que lo espere. Él lo introducirá en mi oficina.
La numerosa parentela y las amplias conexiones del juvenil Secretario Privado acariciaban la esperanza de que sería dueño de un austero y eminente destino. Entretanto, la esfera social que él adornaba en sus horas de ocio había elegido mimarlo con ese sobrenombre. Y Sir Ethelred, que lo oía en los labios de su mujer e hijas todos los días, en especial a la hora del desayuno, le había conferido la dignidad de aceptarlo sin sonrisas burlonas.
El Subjefe de Policía se sintió sorprendido y gratificado en extremo.
—Iré, sin duda, a la Cámara con mis descubrimientos, por si usted tiene tiempo para...
—No tengo tiempo— lo interrumpió el gran personaje—. Pero lo veré.
Ahora no tengo tiempo... ¿Irá usted en persona?
—Sí, Sir Ethelred. Me parece que es la mejor manera.
El gran personaje había echado tan atrás su cabeza que, para poder observar al Subjefe, casi tenía que cerrar los ojos.
—Hum. Ajá. ¿Y cómo se propone?... ¿Va a presentarse con otra personalidad?
—¡No totalmente! Me voy a cambiar de ropa, por supuesto.
—Por supuesto— repitió Sir Ethelred, con una especie de altivez distraída. Volvió su pesada cabeza y por encima del hombro echó una soberbia mirada oblicua al voluminoso reloj de mármol, de tenue sonido.
Las agujas habían tenido oportunidad de recorrer no menos de veinticinco minutos a sus espaldas.
El Subjefe de Policía, que no podía verlas, se puso algo nervioso en el intervalo. Pero el Secretario de Estado se volvió hacia él con una cara calmosa y sin desánimo.
—Muy bien— dijo e hizo una pausa, con deliberado menosprecio del reloj oficial—. ¿Pero qué lo ha determinado a seguir este camino?
—Siempre me he manejado según mis corazonadas.
—¡Ah, sí! Corazonadas. Claro. Pero ¿cuál es el motivo inmediato?
—¿Qué puedo decirle, Sir Ethelred? El rechazo de un hombre nuevo frente a los viejos métodos. El deseo de saber algo de primera mano.
Cierta impaciencia. Es mi antiguo trabajo, pero con ropas distintas.
Esto me ha producido picazón en uno o dos lugares muy delicados.
—Espero que usted adelante algo por allá— dijo Sir Ethelred, con gentileza, extendiendo su mano, suave al tacto pero ancha y fuerte como la mano de un campesino que ha llegado a una alta consideración.
El Subjefe la estrechó y se fue.
En la sala de espera, Toodles, que había estado esperando apoyado en la punta de una mesa, le salió al encuentro, dominando su natural animación.
—¿Y? ¿Todo bien?— preguntó con aire importante.
—Perfecto. Se ha ganado mi gratitud eterna— contestó el Subjefe, cuya larga cara parecía un palo, en contraste con la peculiar característica de la seriedad del otro, presta siempre a desvanecerse en susurros y risas ahogadas.
—Está bien. Pero, en serio, usted no puede imaginarse cómo está de irritado por los ataques contra su decreto de nacionalización de las pesquerías. Lo llaman el comienzo de la revolución social. Por supuesto que es una medida revolucionaria. Pero esos tipos no tienen decencia. Los ataques personales...
—He leído los diarios— hizo notar el Subjefe.
—Repugnante, ¿no? Y usted no tiene noción de la cantidad de trabajo que tiene que realizar todos los días. Lo hace todo solo. No quiere confiarse en nadie en este asunto de las pesquerías.
—Y con todo me ha concedido media hora para la consideración de mi diminuta mojarrita interrumpió el Subjefe.
—¡Diminuta! ¿Lo es? Me alegra oír eso; pero es una lástima que no la haya podido mantener quieta, entonces. Esta pelea lo enajena terriblemente.
Está llegando al agotamiento. Me doy cuenta por la forma en que se apoya en mi brazo cuando caminamos. Y además me pregunto:
¿estará a salvo en la calle? Mullins hizo venir a sus hombres aquí, esta tarde. Hay un agente plantado en cada farol y una de cada dos personas que encontramos desde aquí hasta el Palacio del Yard es un detective, evidentemente. Eso tiene que afectarle los nervios. Yo digo, esos bandidos foráneos ¿serían capaces de atentar contra él?... ¿lo serían? Tendríamos una calamidad nacional. El país no puede perderlo.
—Por no hablar de usted. Él se apoya en su brazo— rió el Subjefe, con sobriedad—. Se irían ambos.
—¿No será una forma fácil de entrar en la historia, para un hombre joven? No han sido asesinados tantos ministros británicos como para que la cosa constituya un incidente menor. Pero ahora en serio...
El simpático Toodles recibió esa declaración con una risita.
—Las pesquerías no van a matarme. Me he cansado en estas últimas horas— declaró con ingenua ligereza—. Pero, arrepentido de inmediato, adoptó el aire caviloso de un hombre de estado, como quien se quita un guante. Su mente es tan poderosa que puede soportar cualquier trabajo. Son sus nervios los que me preocupan. La pandilla reaccionaria, con ese bruto insultante de Cheeseman a la cabeza, lo ofende todas las noches.
—¡Si insiste en iniciar una revolución! murmuró el Subjefe.
Ha llegado el momento, y él es el único hombre con envergadura para esa tarea protestó el revolucionario Toodles, ferviente bajo la mirada calma y especulativa del Subjefe de Policía. Lejos, en un corredor distante, sonó un timbre; con devota atención el joven prestó oídos a la llamada. Está listo para salir exclamó en un susurro; agarró su sombrero y desapareció de la sala.
De un modo menos elástico, el Subjefe salió por otra puerta. Cruzó otra vez la amplia avenida, caminó por la calle estrecha y volvió a entrar apresuradamente en el edificio de sus propias oficinas. Detuvo sus pasos acelerados ante la puerta de su oficina privada. Antes de cerrarla por completo, sus ojos inspeccionaron el escritorio. Se detuvo por un momento, luego caminó, miró a su alrededor en el piso, se sentó en su silla, tocó un timbre y esperó.
—¿El jefe Inspector Heat se ha ido ya?
—Sí, señor. Salió hace alrededor de media hora.
Asintió. «Eso hará.» Sentado todavía, con el sombrero echado hacia atrás, pensó que era muy propio de la maldita desfachatez de Heat llevarse, callado, la única evidencia material. Pero lo pensó sin animosidad.
Los servidores viejos y valiosos se toman libertades. El trozo de abrigo con la dirección cosida encima no era algo que se pudiera dejar en cualquier lado. Alejó de su mente esa manifestación de recelo ante el Inspector Heat, escribió y despachó una nota para su mujer, pidiéndole que lo disculpara ante la protectora de Michaelis, con quien estaba invitado a cenar esa coche.
Detrás de las cortinas de un apartado, en el que había un lavatorio, un perchero de madera y un estante, se puso un saco corto y un sombrero redondo que hicieron resaltar a las mil maravillas la longitud de su cara grave y oscura. Volvió a la luz plena de su oficina con el aspecto de un frío y reflexivo Don Quijote y los ojos hundidos de un fanático ignorado que adoptase una actitud muy decidida. Abandonó la escena de su actividad cotidiana con la rapidez de una sombra recatada.
Bajó a la calle como si bajara a un acuario lodoso del que se hubiera quitado el agua. Lo envolvió una lobreguez húmeda y sombría. Las paredes de las casas estaban mojadas, el barro de la calzada brillaba con un efecto de fosforescencia y, cuando emergió de la estrecha calleja al Strand, por el lado de la estación de Charing Cross, el genio del lugar lo poseyó. Podía haber sido uno más de los sospechosos extraños que se ven de noche, merodeando por los rincones oscuros.
Llegó hasta una parada en el borde mismo del pavimento y esperó.
Sus ojos expertos habían columbrado entre el confuso movimiento de luces y sombras apiñadas en la calle, la marcha acompasada de un coche. No hizo ninguna señal, pero cuando el estribo que se deslizaba junto al cordón llegó hasta su pie, saltó con destreza por delante de la enorme rueda y habló al cochero por la ventanilla, casi antes de que el hombre, desde lo alto de su asiento, se hubiese percatado del pasajero que llevaba.
El viaje no fue largo. Terminó abruptamente, en cualquier lugar, entre dos faroles, frente a una gran tapicería; una larga hilera de negocios ya se habían arropado bajo sus cortinas metálicas, para pasar la noche. Tras dar una moneda al cochero a través de la ventanilla, el pasajero descendió y se alejó dejándole la idea de una fantasmagoría pavorosa y excéntrica. Pero el tamaño de la moneda era satisfactorio al tacto, y como no era muy letrado, no lo poseyó el temor de pensar que se le podría transformar en una hoja seca dentro de su bolsillo. Elevado por encima del mundo privado de los pasajeros, por la naturaleza de su oficio, contemplaba el accionar de todos ellos con un interés limitado.
La forma vivaz en que hizo dar vuelta a su caballo era muestra de su filosofía.
Entretanto, el Subjefe de Policía ya estaba haciendo su pedido a un mozo, en un pequeño restaurante italiano, que estaba a la vuelta de la esquina; era uno de esos refugios para los hambrientos, largo y estrecho, atractivo por su perspectiva de espejos y manteles blancos, con poco aire, pero con atmósfera propia: una atmósfera fraudulenta que se burla de una humanidad abyecta en la más apremiante de sus necesidades miserables. Dentro de ese ámbito de dudosa moral, el Subjefe de Policía, mientras reflexionaba acerca de su cometido, parecía ir perdiendo algo más de su identidad. Tenía una sensación de aislamiento, de maligna libertad. Era bastante grato. Después de pagar su escasa comida, cuando se puso de pie esperando el cambio, se miró en un pedazo de espejo y lo impactó su extraña apariencia. Contemplaba su propia imagen con una mirada melancólica e inquisitiva y, obedeciendo a una repentina inspiración, se levantó el cuello del saco. Hacerlo le pareció adecuado y completó la operación retorciendo hacia arriba las puntas de su bigote negro. Se sintió satisfecho con las sutiles modificaciones de su aspecto personal, surgidas de esos mínimos cambios.
«Esto anda muy bien», pensó, «tengo que mojarme un poco, embarrarme otro poco...»Percibió a su lado la presencia del mozo y una pilita de monedas de plata en la punta de la mesa que estaba ante él. El mozo tenía un ojo puesto en las monedas y con el otro seguía la grácil espalda de una alta y no muy joven muchacha, que pasó de largo junto a una mesa lejana, como si fuera invisible y por completo vedada.
Parecía una clienta habitual.
Al salir, el Subjefe se hizo a sí mismo la observación de que los patrones del lugar, con el hábito de cocinar minutas, habían perdido todas sus características nacionales y privadas. Y esto era extraño, ya que el restaurante italiano es una particular institución británica. Pero esta gente estaba tan desnacionalizada como los platos que servían con toda la ceremonia de una respetabilidad sin sellos. Tampoco la personalidad de ellos tenía ningún sello, ni profesional, ni social, ni racial.
Parecían creados para un restaurante italiano, a menos que el restaurante italiano hubiese sido creado, por ventura, para ellos. Pero esta última hipótesis era inaceptable, ya que no se los puede ubicar en ningún lado que no sea alguno de esos especiales establecimientos. Nunca se encuentra a esas enigmáticas personas en ninguna otra parte. Era imposible formarse una idea precisa de cuáles eran las ocupaciones que tenían durante el día y a qué hora se iban a dormir en la noche. Y él mismo, el Subjefe de Policía, se sentía desconocido. Hubiera sido imposible para cualquiera adivinar cuál era su ocupación. En cuanto a eso de irse a dormir, hasta en su propia mente había dudas. Por cierto que no dudaba de su domicilio, sino de la hora en que podría volver allá. Un placentero sentimiento de independencia lo poseyó al oír que la puerta de cristal se cerraba a su espalda con un golpe amortiguado.
De inmediato avanzó dentro de una inmensidad de fango pringoso y mampostería mojada, entremezclado con luces, y envuelto, oprimido, penetrado, ahogado y sofocado por la negrura de una noche de niebla londinense, niebla salpicada de hollín y gotas de agua.
Brett Street no estaba muy lejos. Nacía, estrecha, del costado de un espacio triangular abierto, rodeado por oscuras y misteriosas casas, templos del comercio minorista, vacíos de compradores por la noche.
Sólo un puesto de frutas, en la esquina, presentaba una violenta llamarada de luz y color. Más allá todo era negro y las pocas personas que transitaban se desvanecían a paso largo por detrás de los montones relucientes de limones y naranjas. No había eco de pasos; se los oía secos, precisos. La aventurera cabeza del Departamento de Crímenes Especiales observaba esas desapariciones, a la distancia, con ojos de gran interés. Se sentía con el corazón ligero, como si hubiese estado emboscado, totalmente solo, en una selva a muchos miles de kilómetros de los escritorios y tinteros de las oficinas policiales. Esta alegría y dispersión del pensamiento antes de una tarea de cierta importancia pareciera probar que este mundo nuestro no es un asunto demasiado serio, después de todo. Y el Subjefe de Policía no tenía un carácter inclinado de por sí a la ligereza.
El policía de ronda proyectaba su forma sombría y movediza contra la gloria luminosa de naranjas y limones y se adentró en Brett Street sin prisa. El Subjefe, como si fuera un miembro del hampa, se demoró en la oscuridad, esperando su regreso. Pero ese agente parecía perdido para siempre de la institución; no reapareció: debía haberse ido por el otro extremo de la calle.
Una vez que llegó a esa conclusión, el Subjefe entró por ella y caminó junto a un enorme carro estacionado frente a la vidriera, apenas iluminada, de una casa de comidas. El cartero, adentro, reponía fuerzas y los caballos, con sus grandes cabezas inclinadas hacia el suelo, comían su pienso de los morrales, sin pausa. Más adelante, al otro lado de la calle, otro parche sospechoso de luz opaca surgía del frente del negocio de Mr. Verloc, con la vidriera tapada de papeles sostenidos con hirsutas pilas de cajas de tarjetas y tapas de libros. El Subjefe se detuvo a observar desde la vereda de enfrente; no podía haber equivocación.
Al costado de la vidriera, la puerta, entornada y trabada con las sombras de objetos indescriptibles, dejaba escapar hacia el pavimento una estrecha y clara línea de la luz de gas del interior, Detrás del Subjefe, el carro y los caballos, fundidos en un solo bloque, parecían algo vivo: un monstruo negro, cuadrado, que obstruía media calle entre el piafar brusco de las patas herradas, el fuerte entrechocar de los arneses metálicos y los pesados resoplidos. Al otro lado de una avenida, una amplia y próspera fonda enfrentaba, con su agrio brillo festivo y de mal augurio, el extremo final de Brett Street. Esa barrera de luces relumbrantes, por contraposición con las sombras acumuladas alrededor de la humilde casa, albergue de la felicidad doméstica de Mr. Verloc, arrastraba a sus espaldas la oscuridad de la calleja, haciéndola más tétrica, ominosa y siniestra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario