Desde mi Celda (Desde mi Celda)
Queridos amigos: Heme aquí transportado de la noche a
la mañana a mi escondido valle deVeruela; heme aquí
instalado de nuevo en el oscuro rincón del cual salí por
un momento para tener el gusto de estrecharos la mano
una vez más, fumar un cigarro juntos, marchar un poco y
recordar las agradables aunque inquietas horas de mi
antigua vida. Cuando se deja una ciudad por otra,
particularmente hoy que todos los grandes centros de
población se parecen, apenas se percibe el aislamiento
en que nos encontramos, antojándosenos al ver la
dentidad de los edificios, los trajes y las costumbres, que
al volver la primera esquina vamos a hallar la casa a que
concurríamos, las personas que estimábamos, las gentes
a quienes teníamos costumbres de ver y hablar de
continuo. En el fondo de este valle, cuya melancólica
belleza impresiona profundamente, cuyo eterno silencio
agrada y sobrecoge a la vez, diríase, por el contrario,
que los montes que lo cierran como un valladar
inaccesible nos separan por completo del mundo.
Tan notable es el contraste de cuanto se ofrece a
nuestros ojos, tan vagos y perdidos quedan al
confundirse entre la multitud de nuevas ideas y
al volver la primera esquina vamos a hallar la casa a que
concurríamos, las personas que estimábamos, las gentes
a quienes teníamos costumbres de ver y hablar de
continuo. En el fondo de este valle, cuya melancólica
belleza impresiona profundamente, cuyo eterno silencio
agrada y sobrecoge a la vez, diríase, por el contrario,
que los montes que lo cierran como un valladar
inaccesible nos separan por completo del mundo.
Tan notable es el contraste de cuanto se ofrece a
nuestros ojos, tan vagos y perdidos quedan al
confundirse entre la multitud de nuevas ideas y
sensaciones los recuerdos de las cosas más recientes.
Ayer con vosotros en la tribuna del Congreso, en la
Ayer con vosotros en la tribuna del Congreso, en la
redacción, en el Teatro Real, en La Iberia; hoy,
sonándome aún en el oído la última frase de una
discusión ardiente, la última palabra de un artículo de
fondo, el postrer acorde de un andante, el confuso rumor
de cien conversaciones distintas, sentado a la lumbre de
un campestre hogar donde arde un tronco de carrasca
que salta y cruje antes de consumirse, saboreo en
silencio mi taza de café, único exceso que en estas
soledades me permito, sin que turbe la honda calma que
me rodea otro ruido que el del viento que gime a lo largo
de las desiertas ruinas y el agua que lame los altos muros
del monasterio o corre subterránea atravesando sus
claustros sombríos y medrosos.
Una muchacha, con su zagalejo corto y naranjado, su
corpiño oscuro, su camisa blanca y cerrada sobre la que
brillan dos gruesos hilos de cuentas rojas, sus medias
azules y sus abarcas atadas con un listón negro que
sube cruzándose caprichosamente hasta la mitad de la
pierna, va y viene cantando a media voz por la cocina,
atiza la lumbre del hogar, tapa y destapa los pucheros
donde se condimenta la futura cena y dispone el agua
hirviente, negra y amarga, que me mira beber con
asombro. A estas alturas y mientras dura el frío, la cocina
es el estrado, el gabinete y el estudio.
Cuando sopla el cierzo, cae la nieve o azota la lluvia los
vidrios del balcón de mi celda, corro a buscar la claridad
rojiza y alegre de la llama, y allí, teniendo a mis pies al
perro que se enrosca junto a la lumbre, viendo brillar en
el oscuro fondo de la cocina las mil chispas de oro con
que se abrillantan las cacerolas y los trastos de la
espetera, al reflejo del fuego, cuántas veces he
interrumpido la lectura de una escena de La tempestad
de Shakespeare, o del Caín de Byron, para oír el ruido del
agua que hierve a borbotones, coronándose de espuma y
levantando con sus penachos de vapor azul y ligero la
tapadera de metal que golpea los bordes de la vasija. Un
mes hace que falto de aquí y todo se encuentra lo mismo
que antes de marcharme. El temeroso respeto de estos
criados hacia todo lo que me pertenece no puede menos
de traerme a la imaginación las irreverentes limpiezas, los
temibles y frecuentes arreglos de cuarto de mis patronas
de Madrid. Sobre aquella tabla, cubiertos de polvo, pero
con las mismas señales y colocados en el orden en que
yo los tenía, están aún mis libros y mis papeles. Más allá
cuelga de un clavo la cartera de dibujo; en un rincón veo
la escopeta, compañera inseparable de mis filosóficas
excursiones, con la cual he andado mucho, he pensado
bastante y no he matado casi nada. Después de apurar
mi taza de café, y mientras miro danzar las llamas
violadas, rojas y amarillas a través del humo del cigarro
que se extiende ante mis ojos como una gasa azul, he
pensado un poco sobre qué escribiría a ustedes para El
Contemporáneo, ya que me he comprometido a contribuir
con una gota de agua a llenar ese océano sin fondo, ese
abismo de cuartillas que se llama un periódico, especie de
tonel que, como al de las Danaidas, siempre se le está
echando original y siempre está vacío.
Las únicas ideas que me han quedado como flotando en
Las únicas ideas que me han quedado como flotando en
la memoria y sueltas de la masa general que ha
oscurecido y embotado el cansancio del viaje, se refieren
a los detalles de éste, detalles que carecen en sí de
interés, que en otras mil ocasiones he podido estudiar,
pero que nunca, como ahora, se han ofrecido a mi
imaginación en conjunto y contrastando entre sí de un
modo tan extraordinario y patente.
los diversos medios de locomoción de que he tenido que
los diversos medios de locomoción de que he tenido que
servirme para llegar hasta aquí me han recordado épocas
y escenas tan distintas que algunos ligeros rasgos de lo
que de ellas recuerdo, trazados por pluma más avezada
que la mía a esta clase de estudios, bastarían a
bosquejar un curioso cuadro de costumbres.
Como por todo equipaje no llevaba más que un pequeño
Como por todo equipaje no llevaba más que un pequeño
saco de noche, después de haberme despedido de
ustedes llegué a la estación del ferrocarril a punto de
montar en el tren. Previo un ligero saludo de cabeza
dirigido a las pocas personas que de antemano se
encontraban en el coche y que habían de ser mis
compañeras de viaje, me acomodé en un rincón
esperando el momento de arrancar, que no debía tardar
mucho, a juzgar por la precipitación de los rezagados, el
ir y venir de los guardas de la vía y el incesante golpear
de las portezuelas. La locomotora arrojaba ardientes y
ruidosos resoplidos como un caballo de raza, impaciente
hasta ver que cae al suelo la cuerda que lo detiene en el
hipódromo. De cuando en cuando una pequeña oscilación
hacía crujir las coyunturas de acero del monstruo; por
último sonó la campana, el coche hizo un brusco
movimiento de adelante a atrás y de atrás a adelante, y
aquella especie de culebra negra y monstruosa partió
arrastrándose por el suelo a lo largo de los rails y
arrojando silbidos estridentes que resonaban de una
manera particular en el silencio de la noche. La primera
sensación que se experimenta al arrancar un tren es
siempre insoportable. Aquel confuso rechinar de ejes,
aquel crujir de vidrios estremecidos, aquel fragor de
ferretería ambulante, igual aunque en grado máximo al
que produce un simón desvencijado al rodar por una calle
mal empedrada, crispa los nervios, marea y aturde.
Verdad que en ese mismo aturdimiento hay algo de la
embriaguez de la carrera, algo de o vertiginoso que tiene
todo lo grande; pero como quiera que, aunque mezclado
con algo que place, hay mucho que incomoda, también
es cierto que hasta que pasan algunos minutos y la
continuación de las impresiones embota la sensibilidad, no
se puede decir que se pertenece uno a sí mismo por
completo.
Apenas hubimos andado algunos kilómetros y cuando
Apenas hubimos andado algunos kilómetros y cuando
pude hacerme cargo de lo que había a mi alrededor,
empecé a pasar revista a mis compañeros de coche;
ellos, por su parte, creo que hacían algo por el estilo,
pues con más o menos disimulo todos comenzamos a
mirarnos unos a otros de los pies a la cabeza.
Como dije antes, en el coche nos encontrábamos muy
Como dije antes, en el coche nos encontrábamos muy
pocas personas. En el asiento que hacía frente al en que
yo me había colocado y sentado de modo que los
pliegues de su amplia y elegante falda de seda me
cubrían los pies, iba una joven como de dieciséis a
diecisiete años, la cual, a juzgar por la distinción de su
fisonomía y ese no sé qué aristrocrático que se siente y
no puede explicarse, debía pertenecer a una clase
elevada; acompañábala un aya, pues tal me pareció una
señora muy atildada y fruncida que ocupaba el asiento
inmediato y que de cuando en cuando le dirigía la palabra
en francés para preguntarle cómo se sentía, qué
necesitaba, o advertirla de qué manera estaría más
cómoda. La edad de aquella señora y el interés que se
tomaba por la joven pudieran hacer creer que era su
madre, pero a pesar de todo yo notaba en su solicitud
algo de afectado y mercenario que fue el dato que desde
luego tuve en cuenta para clasificarla.
Haciendo vis a vis con el aya francesa y medio enterrado
Haciendo vis a vis con el aya francesa y medio enterrado
entre los almohadones de un rincón, como viajero
avezado a las noches de ferrocarril, estaba un inglés alto
y rubio como casi todos los ingleses, pero más que
ninguno grave, afeitado y limpio. Nada más acabado y
completo que su traje de touriste, nada más curioso que
sus mil cachivaches de viaje, todos blancos y
relucientes: aquí la manta escocesa sujeta con sus
hebillas de acero, allá el paraguas y el bastón con su
funda de vaqueta terciada al hombro la cómoda y
elegante bolsa de piel de Rusia. Cuando volví los ojos
para mirarle, el inglés, desde todo lo alto de su
deslumbradora corbata blanca, paseaba una mirada
olímpica sobre nosotros, y luego que su pupila verde,
dilatada y redonda se hubo empapado bien en los
objetos, entornó nuevamente los párpados de modo que
heridas por la luz que caía de lo alto, sus pestañas largas
y rubias se me antojaban a veces dos hilos de oro que
sujetaban por el cabo una remolacha, pues no a otra
cosa podría compararse su nariz. Formando contraste
con este seco y estirado gentleman que, una vez
entornados los ojos y bien acomodado en su rincón,
permanecía inmóvil como una esfinge de granito, en el
extremo opuesto del coche y ya poniéndose de pie, ya
agachándose para colocar una enorme sombrerera debajo
del asiento o recostándose alternativamente de un lado y
de otro, como al que aqueja un dolor agudo y de ningún
modo se encuentra bien, bullía sin cesar un señor como
de cuarenta años, saludable, mofletudo y rechoncho, el
cual señor, a lo que pude colegir por sus palabras, vivía
en un pueblo de los inmediatos a Zaragoza, de donde
nunca había salido sino a la capital de la provincia hasta
que, con ocasión de ciertos negocios propios del
ayuntamiento de que formaba parte en su país, había
estado últimamente en la corte como cosa de un mes.
Todo esto, y mucho más, se lo dijo él solo sin que nadie
Todo esto, y mucho más, se lo dijo él solo sin que nadie
se lo preguntara, porque el bueno del hombre era de lo
más expansivo con que he topado en mi vida, mostrando
tal afán por enredar conversación sobre cualquier cosa
que no perdonaba coyuntura. Primero suplicó al inglés le
hiciese el favor de colocar un cestito con dos botellas en
la bolsa del coche que tenía más próxima; el inglés
entreabrió los ojos, alargó una mano, y lo hizo sin
contestar una sola palabra a las expresivas frases con
que le agradeciera el obsequio. De seguida se dirigió a la
joven para preguntarle si la señora que la acompañaba
era su mamá. La joven le contestó que no, con una
desdeñosa sobriedad.
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