miércoles, 20 de enero de 2010

Desde mi Celda (Desde mi Celda)



Queridos amigos: Heme aquí transportado de la noche a

la mañana a mi escondido valle deVeruela; heme aquí

instalado de nuevo en el oscuro rincón del cual salí por

un momento para tener el gusto de estrecharos la mano

una vez más, fumar un cigarro juntos, marchar un poco y

recordar las agradables aunque inquietas horas de mi

antigua vida. Cuando se deja una ciudad por otra,

particularmente hoy que todos los grandes centros de

población se parecen, apenas se percibe el aislamiento

en que nos encontramos, antojándosenos al ver la

dentidad de los edificios, los trajes y las costumbres, que
al volver la primera esquina vamos a hallar la casa a que
concurríamos, las personas que estimábamos, las gentes
a quienes teníamos costumbres de ver y hablar de
continuo. En el fondo de este valle, cuya melancólica
belleza impresiona profundamente, cuyo eterno silencio
agrada y sobrecoge a la vez, diríase, por el contrario,
que los montes que lo cierran como un valladar
inaccesible nos separan por completo del mundo.
Tan notable es el contraste de cuanto se ofrece a

nuestros ojos, tan vagos y perdidos quedan al
confundirse entre la multitud de nuevas ideas y

sensaciones los recuerdos de las cosas más recientes.
Ayer con vosotros en la tribuna del Congreso, en la

redacción, en el Teatro Real, en La Iberia; hoy,

sonándome aún en el oído la última frase de una

discusión ardiente, la última palabra de un artículo de

fondo, el postrer acorde de un andante, el confuso rumor

de cien conversaciones distintas, sentado a la lumbre de

un campestre hogar donde arde un tronco de carrasca

que salta y cruje antes de consumirse, saboreo en

silencio mi taza de café, único exceso que en estas

soledades me permito, sin que turbe la honda calma que

me rodea otro ruido que el del viento que gime a lo largo

de las desiertas ruinas y el agua que lame los altos muros

del monasterio o corre subterránea atravesando sus

claustros sombríos y medrosos.

Una muchacha, con su zagalejo corto y naranjado, su

corpiño oscuro, su camisa blanca y cerrada sobre la que

brillan dos gruesos hilos de cuentas rojas, sus medias

azules y sus abarcas atadas con un listón negro que

sube cruzándose caprichosamente hasta la mitad de la

pierna, va y viene cantando a media voz por la cocina,

atiza la lumbre del hogar, tapa y destapa los pucheros

donde se condimenta la futura cena y dispone el agua

hirviente, negra y amarga, que me mira beber con

asombro. A estas alturas y mientras dura el frío, la cocina

es el estrado, el gabinete y el estudio.

Cuando sopla el cierzo, cae la nieve o azota la lluvia los

vidrios del balcón de mi celda, corro a buscar la claridad

rojiza y alegre de la llama, y allí, teniendo a mis pies al

perro que se enrosca junto a la lumbre, viendo brillar en

el oscuro fondo de la cocina las mil chispas de oro con

que se abrillantan las cacerolas y los trastos de la

espetera, al reflejo del fuego, cuántas veces he

interrumpido la lectura de una escena de La tempestad

de Shakespeare, o del Caín de Byron, para oír el ruido del

agua que hierve a borbotones, coronándose de espuma y

levantando con sus penachos de vapor azul y ligero la

tapadera de metal que golpea los bordes de la vasija. Un

mes hace que falto de aquí y todo se encuentra lo mismo

que antes de marcharme. El temeroso respeto de estos

criados hacia todo lo que me pertenece no puede menos

de traerme a la imaginación las irreverentes limpiezas, los

temibles y frecuentes arreglos de cuarto de mis patronas

de Madrid. Sobre aquella tabla, cubiertos de polvo, pero

con las mismas señales y colocados en el orden en que

yo los tenía, están aún mis libros y mis papeles. Más allá

cuelga de un clavo la cartera de dibujo; en un rincón veo

la escopeta, compañera inseparable de mis filosóficas

excursiones, con la cual he andado mucho, he pensado

bastante y no he matado casi nada. Después de apurar

mi taza de café, y mientras miro danzar las llamas

violadas, rojas y amarillas a través del humo del cigarro

que se extiende ante mis ojos como una gasa azul, he

pensado un poco sobre qué escribiría a ustedes para El

Contemporáneo, ya que me he comprometido a contribuir

con una gota de agua a llenar ese océano sin fondo, ese

abismo de cuartillas que se llama un periódico, especie de

tonel que, como al de las Danaidas, siempre se le está

echando original y siempre está vacío.
Las únicas ideas que me han quedado como flotando en

la memoria y sueltas de la masa general que ha

oscurecido y embotado el cansancio del viaje, se refieren

a los detalles de éste, detalles que carecen en sí de

interés, que en otras mil ocasiones he podido estudiar,

pero que nunca, como ahora, se han ofrecido a mi

imaginación en conjunto y contrastando entre sí de un

modo tan extraordinario y patente.
los diversos medios de locomoción de que he tenido
que

servirme para llegar hasta aquí me han recordado épocas

y escenas tan distintas que algunos ligeros rasgos de lo

que de ellas recuerdo, trazados por pluma más avezada

que la mía a esta clase de estudios, bastarían a

bosquejar un curioso cuadro de costumbres.
Como por todo equipaje no llevaba más que un pequeño

saco de noche, después de haberme despedido de

ustedes llegué a la estación del ferrocarril a punto de

montar en el tren. Previo un ligero saludo de cabeza

dirigido a las pocas personas que de antemano se

encontraban en el coche y que habían de ser mis

compañeras de viaje, me acomodé en un rincón

esperando el momento de arrancar, que no debía tardar

mucho, a juzgar por la precipitación de los rezagados, el

ir y venir de los guardas de la vía y el incesante golpear

de las portezuelas. La locomotora arrojaba ardientes y

ruidosos resoplidos como un caballo de raza, impaciente

hasta ver que cae al suelo la cuerda que lo detiene en el

hipódromo. De cuando en cuando una pequeña oscilación

hacía crujir las coyunturas de acero del monstruo; por

último sonó la campana, el coche hizo un brusco

movimiento de adelante a atrás y de atrás a adelante, y

aquella especie de culebra negra y monstruosa partió

arrastrándose por el suelo a lo largo de los rails y

arrojando silbidos estridentes que resonaban de una

manera particular en el silencio de la noche. La primera

sensación que se experimenta al arrancar un tren es

siempre insoportable. Aquel confuso rechinar de ejes,

aquel crujir de vidrios estremecidos, aquel fragor de

ferretería ambulante, igual aunque en grado máximo al

que produce un simón desvencijado al rodar por una calle

mal empedrada, crispa los nervios, marea y aturde.

Verdad que en ese mismo aturdimiento hay algo de la

embriaguez de la carrera, algo de o vertiginoso que tiene

todo lo grande; pero como quiera que, aunque mezclado

con algo que place, hay mucho que incomoda, también

es cierto que hasta que pasan algunos minutos y la

continuación de las impresiones embota la sensibilidad, no

se puede decir que se pertenece uno a sí mismo por

completo.
Apenas hubimos andado algunos kilómetros y cuando

pude hacerme cargo de lo que había a mi alrededor,

empecé a pasar revista a mis compañeros de coche;

ellos, por su parte, creo que hacían algo por el estilo,

pues con más o menos disimulo todos comenzamos a

mirarnos unos a otros de los pies a la cabeza.
Como dije antes, en el coche nos encontrábamos muy

pocas personas. En el asiento que hacía frente al en que

yo me había colocado y sentado de modo que los

pliegues de su amplia y elegante falda de seda me

cubrían los pies, iba una joven como de dieciséis a

diecisiete años, la cual, a juzgar por la distinción de su

fisonomía y ese no sé qué aristrocrático que se siente y

no puede explicarse, debía pertenecer a una clase

elevada; acompañábala un aya, pues tal me pareció una

señora muy atildada y fruncida que ocupaba el asiento

inmediato y que de cuando en cuando le dirigía la palabra

en francés para preguntarle cómo se sentía, qué

necesitaba, o advertirla de qué manera estaría más

cómoda. La edad de aquella señora y el interés que se

tomaba por la joven pudieran hacer creer que era su

madre, pero a pesar de todo yo notaba en su solicitud

algo de afectado y mercenario que fue el dato que desde

luego tuve en cuenta para clasificarla.
Haciendo vis a vis con el aya francesa y medio enterrado

entre los almohadones de un rincón, como viajero

avezado a las noches de ferrocarril, estaba un inglés alto

y rubio como casi todos los ingleses, pero más que

ninguno grave, afeitado y limpio. Nada más acabado y

completo que su traje de touriste, nada más curioso que

sus mil cachivaches de viaje, todos blancos y

relucientes: aquí la manta escocesa sujeta con sus

hebillas de acero, allá el paraguas y el bastón con su

funda de vaqueta terciada al hombro la cómoda y

elegante bolsa de piel de Rusia. Cuando volví los ojos

para mirarle, el inglés, desde todo lo alto de su

deslumbradora corbata blanca, paseaba una mirada

olímpica sobre nosotros, y luego que su pupila verde,

dilatada y redonda se hubo empapado bien en los

objetos, entornó nuevamente los párpados de modo que

heridas por la luz que caía de lo alto, sus pestañas largas

y rubias se me antojaban a veces dos hilos de oro que

sujetaban por el cabo una remolacha, pues no a otra

cosa podría compararse su nariz. Formando contraste

con este seco y estirado gentleman que, una vez

entornados los ojos y bien acomodado en su rincón,

permanecía inmóvil como una esfinge de granito, en el

extremo opuesto del coche y ya poniéndose de pie, ya

agachándose para colocar una enorme sombrerera debajo

del asiento o recostándose alternativamente de un lado y

de otro, como al que aqueja un dolor agudo y de ningún

modo se encuentra bien, bullía sin cesar un señor como

de cuarenta años, saludable, mofletudo y rechoncho, el

cual señor, a lo que pude colegir por sus palabras, vivía

en un pueblo de los inmediatos a Zaragoza, de donde

nunca había salido sino a la capital de la provincia hasta

que, con ocasión de ciertos negocios propios del

ayuntamiento de que formaba parte en su país, había

estado últimamente en la corte como cosa de un mes.
Todo esto, y mucho más, se lo dijo él solo sin que nadie

se lo preguntara, porque el bueno del hombre era de lo

más expansivo con que he topado en mi vida, mostrando

tal afán por enredar conversación sobre cualquier cosa

que no perdonaba coyuntura. Primero suplicó al inglés le

hiciese el favor de colocar un cestito con dos botellas en

la bolsa del coche que tenía más próxima; el inglés

entreabrió los ojos, alargó una mano, y lo hizo sin

contestar una sola palabra a las expresivas frases con

que le agradeciera el obsequio. De seguida se dirigió a la

joven para preguntarle si la señora que la acompañaba

era su mamá. La joven le contestó que no, con una

desdeñosa sobriedad.

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